Exorcismos // El Loco Rodríguez


Escribir, pensar, combatir. Buscamos una forma de estar vivos. Rastreamos en textos relámpagos de imágenes que despierten los sentidos de un cuerpo entumecido, por derrotas aún no elaboradas. Por duelos imposibles.

Presentimos que estamos viviendo el fin de algo y que existe una experiencia generacional abierta, dispersa y heterogénea que no logra irrumpir y que es parasitada por espectros. Los mismos que invocamos en un homenaje que quisimos eterno, son aquellos que nos subyugan. Estamos desnudos, frágiles, sin más armas que nuestras vidas, nuestras trayectorias, nuestras lecturas fragmentarias, para enfrentar formas de dominación intensificadas, hechas cuerpo, cifradas como destino personal.

Donde la militancia no piensa, la derecha muerde. Donde sentimos placer en nuestra propia sujeción, donde experimentamos goce, sublimando nuestra impotencia política. Allí donde el deseo es el índice de nuestro propio fracaso, la derecha tiene un hijo.

Por eso el Loco Rodríguez. Pensamos desde una marca, la huella de una sujeción gozosa. Desde ella comprendemos y combatimos, con armas híbridas. El Loco Rodríguez es la figura turbia en las que se espejan nuestros fracasos, nuestros afectos y por lo tanto nuestra posibilidad infinita de hacer lo que sea, para vivir mejor, para redimir nuestros muertos, para elaborar una cura colectiva. Y esto supone pensar sin dejar afuera el cuerpo. Un cuerpo generacional anoréxico, que la cuelga, con pánicos, precarizado, monotributista, brotado. Asediado por inercias.

¿Por qué gestar un colectivo de intervención filosófica y política en esta hora? ¿Para qué producir filosofía, escribir, alimentar la pasión desde la literatura cuando una derecha rapaz nos asedia y busca darnos la muerte en vida?

Para desolvidar lo que olvidamos: donde reside el verdadero poder. La reconquista de aquello que nos expropiaron, para volver a incluir al otro en mi vida y dejar de postear. Para valorar el aporte de lo que cada uno trae: el cuerpo individual como revelador de un poder colectivo capaz de amplificarse, y aunque latente, según los momentos de un proceso, se potencia o se inhibe, pero no se desconoce.

No queremos repetir un gesto generacional que se apoya en una selección natural “de los mejores” para afirmar una “necesidad emancipatoria”. Cuerpos fornidos y fordistas. Militantes con convicciones robustas. Cobrizos y populares.

No queremos invertir el gesto y encontrar potencia en la fragilidad, en la espontaneidad basista. Ya no nos queda otra. Afirmar un deseo emancipatorio no es ni un programa, ni un contra-programa. Es la que nos queda en una periferia cada vez más irrespirable.
La filosofía y la literatura son incisiones. Necesarias para crear, para descubrir sentidos inasibles desde los lenguajes convencionales de la política. Para movilizar un cuerpo, revisando sus llagas.

Los dispositivos de dominación se han sofisticado, y eso implica poner en cuestión a las mismas subjetividades resistentes. No nos creemos impolutos, no creemos en la moral de los santos, no queremos escribir como alguien que estuvo afuera de la historia. No podemos vivir y pensar aferrados a la melancolía de aquello que el neoliberalismo deshace. Se extenuaron los recursos simbólicos de viejos vestigios de las luchas populares del siglo XX. En el reconocimiento de esos límites hay una potencia. Sólo en el drama de nuestra sin salida, sólo en el embotamiento fantasmal en el que habitamos como argentinos y latinoamericanos, sólo desde su seno, es que podremos producir algo verdaderamente propio.

El desafío político intelectual de nuestra generación es ganar en rigor militante. Rigurosidad en la lectura, radicalidad en la crítica, para calibrar la rapidez y la eficacia de la acción. Debemos deshacer la circularidad dogmática que regula, como un debate de sordos, las matrices de una izquierda tradicional disecada y sectaria, y las premisas de una izquierda nacional-popular, cuya pretensión de fusionarse a-críticamente con lo "popular" no nos condujo a ningún lado.

En nuestro lenguaje político las identidades son fijan, inmutables. Representan linajes definidos, en pretendidas purezas. Dando lugar, por esto mismo, a la figura del converso como el expulsado de la familia: aquel que traiciona, mancha las banderas, <el origen>, y busca asilo en otras plataformas de un lenguaje opuesto. Nosotros reivindicamos a los conversos y a los traidores. Porque pensar es pensar contra nosotros mismos.

El Loco Rodríguez es un gesto generacional incumplido. Es combatir para comprender. Es comprender a los traidores, para combatir aquello que hay de ellos en nosotros mismos. Sólo encontraremos un sentido de eficacia en nuestra acción político-intelectual si damos cuenta de ese espacio de clandestinidad que la hegemonía del capital (patriarcal, heterosexista y de clase) abrió en nosotros. Por eso la noción misma de <identidad> se revela en su fragilidad constitutiva, como la apertura a aquello que modifica permanentemente nuestra creencia vulgar en torno a lo que somos. La política y la literatura, en su empalme difuso, se muestra como el territorio donde quedamos expuestos: solo porque no nos queda otra opción que actuar, actuamos con aquello que desconocemos de nosotros mismos.

Las narrativas hegemónicas que enhebraron a las generaciones anteriores nos sumergen en un sueño, en una auto percepción distorsionada de las propias fuerzas, en un sentido de coherencia política inmaculado, que nos inhiben a un acceso pleno de las praxis políticas e intelectuales. Es preciso dislocar, desde su propio seno, al progresismo como episteme de la época y a los imaginarios inconmovibles de las izquierdas partidarias, creando nuestros precursores: allí Osvaldo Lamborghini, allí León Rozitchner.

El Loco Rodríguez nos habla de un nacimiento, el drama originario en el que se prefiguran las categorías contaminadas de todo enfrentamiento político. Sólo podremos abrirnos paso a un segundo nacimiento histórico si reconocemos nuestro origen espureo y desgarrado. La actualización impotente de ese origen, somos nosotros mismos.

El gesto generacional ya no puede ser el del parricidio. Ya no hay trasgresión. Sólo nos queda asumir que estamos habitados por el Padre, y buscar una salida donde él no la encontró.