Cómo salir del odio: entrevista a Jacques Rancière // Amador Fernández-Savater
¿Guerra o política? Según Jacques Rancière, la política no tiene
nada que ver con la política de los políticos: intrigas palaciegas,
negociaciones de despachos, competencia entre partidos por el poder. Es una
forma de acción y de subjetivación colectiva que construye un mundo común, en
el que se incluye también al enemigo. La acción política crea identidades
no-identitarias, un 'nosotros' abierto e incluyente que reconoce y habla de
igual a igual con el adversario. La guerra, por el contrario, tiene como
protagonista fundamental a las formaciones identitarias cerradas y agresivas
(ya sean étnicas, religiosas o ideológicas) que niegan y excluyen al otro del
mundo compartido. Entre el otro y yo, nada en común.
En Francia, con los atentados de Charlie Hebdo y de Bataclan, la
lógica de la guerra gana terreno. Y el gran beneficiado es el Frente Nacional.
Pero la verdadera alternativa, según Rancière, no es la que se nos propone
desde el mainstream: “populistas contra demócratas”, etc. No, el mejor remedio
posible es la acción política misma, autónoma con respecto a los lugares, a los
tiempos y a la agenda estatal. Es decir, solo elaborando el malestar (el “odio”
dice aquí Rancière) en claves políticas de emancipación (colectivas,
igualitarias, abiertas e incluyentes) se puede por ejemplo disputar el terreno al
Frente Nacional. La politización del malestar es el mejor antídoto contra su
instrumentalización por parte de aquellos que quieren encontrar chivos
expiatorios entre la gente de abajo.
Esta entrevista de Eric Aeschimann a Jacques Rancière fue publicada
originalmente en Le Nouvel Observateur el 7 de febrero de 2016. Poco después,
en la plaza de la République, arrancaba el movimiento de la “Noche en pie”,
precisamente uno de esos momentos políticos. Publicamos aquí la entrevista con
permiso del entrevistado. La traducción del francés corre a cargo de Pablo La
Parra Pérez.
Un año después de los atentados en Charlie Hebdo, dos meses
después del ataque a Bataclan, ¿cómo ves el estado de la sociedad francesa?
¿Estamos en guerra?
El discurso oficial dice que estamos en guerra porque una potencia
hostil nos ataca. Los atentados perpetrados en Francia se interpretan como
operaciones de destacamentos que, por encargo del enemigo, ejecutan aquí actos
de guerra. La cuestión es saber quién es ese enemigo.
El gobierno ha optado por una lógica “a la Bush”: declarar una
guerra que es, al mismo tiempo, total (se persigue la destrucción del enemigo)
y circunscrita a un objetivo preciso (el Estado islámico). Sin embargo, según
otra versión que glosan ciertos intelectuales, es el Islam quien nos ha
declarado la guerra y quien está poniendo en práctica un plan mundial para
imponer su ley sobre el planeta.
Estas dos lógicas se entremezclan en la medida en que el gobierno,
en su combate contra Dáesh, debe movilizar un sentimiento nacional que a fin de
cuentas es un sentimiento antimusulmán y antinmigrantes. La palabra “guerra”
nombra esa conjunción.
¿Qué es Dáesh? ¿Un Estado? ¿Una organización terrorista? En ambos
casos, ¿no es legítimo combatirla?
Dáesh ejerce su autoridad sobre un territorio, dispone de recursos
económicos y militares y, por tanto, cuenta con un cierto número de atributos
estatales. No obstante, a fin de cuentas, su lógica es la de una banda armada.
La formación de su fuerza militar a partir del ejército de Saddam Hussein es un
efecto de la invasión americana. Sin embargo, su capacidad de reclutar en
nuestro suelo voluntarios que se reconocen en su combate es algo que nos
concierne directamente: se inscribe en la lógica global actual que tiende a que
no haya más que Estados y bandas criminales.
Antes existían “grandes subjetivaciones colectivas” (por ejemplo
el movimiento obrero) que permitían a los excluidos incluirse en un mismo mundo
con aquellos a los que combatían. La así llamada ofensiva neoliberal ha
destrozado esas fuerzas y ahora criminaliza la lucha de clases, como hemos
visto en el caso Goodyear [el pasado 12 de enero de 2016, 8 empleados de
Goodyear que participaron en acciones reivindicativas fueron condenados a penas
de prisión en Francia; N. del T.]. Los excluidos son expulsados hacia
subjetivaciones identitarias de tipo religioso y hacia formas de acción
criminales y guerreras.
Lo que tenemos que combatir aquí es esta deriva identitaria y
llena de odio. Si los crímenes hay que tratarlos por la vía policial, el odio
hay que tratarlo por la vía política. Decir que estamos en guerra contra el
Islam solo consigue mezclar, en una misma lógica, crimen y odio, represión
policial y acción política (y por tanto contribuye a mantener el odio). Es el
caso de la absurda propuesta de retirar la nacionalidad francesa: una medida
incapaz de prevenir los crímenes, pero eficaz para alimentar el odio que los
engendra.
¿Que habría que hacer para no ceder a esta confusión?
Hay que tomarse en serio el estado de disidencia virtual de una
parte de la población que es susceptible de transformarse en combatientes. Ello
implica cuestionar las causas, los discursos y los procedimientos que han
engendrado el odio, combatir seriamente el paro, las desigualdades y las
discriminaciones de todo tipo, repensar las formas en que podrían vivir juntas
personas que ni viven ni piensan del mismo modo.
Es un trabajo difícil para todos. Idealmente, solo la
reconstitución de “subjetivaciones colectivas” fuertes, más allá de las
llamadas diferencias “culturales”, podría remediar la situación en la que nos
encontramos. Pero, en términos inmediatos, lo mínimo es huir del discurso de la
guerra religiosa.
¿Se refiere con esto al llamado “discurso republicano”?
Este discurso ha contribuido intensamente a crear el clima de
odio. Hay que sacar conclusiones al respecto. Pero hay un trabajo en
profundidad que nos atañe a todos. La población que se identifica como
musulmana debe también decir cómo quiere vivir con los otros, cómo quiere
formar parte de nuestro mundo e inventar formas de participación política.
En mis trabajos pasados [La noche de los proletarios: archivos del
sueño obrero, Buenos Aires: Tinta Limón, 2010], me he interesado por aquellos
proletarios del siglo XIX que la representación dominante relegó a un mundo
aparte. Ellos estaban allí para trabajar, tal vez para gritar y rebelarse
cuando no estaban contentos, pero nunca para pensar y hablar como miembros de
un mundo en común. Pero un día algunos de ellos decidieron que sabían
reflexionar y hablar. Escribieron panfletos, manifiestos de huelgas, periódicos
obreros, poemas. Hicieron saber, por la palabra y la lucha, que pertenecían al
mismo mundo que los demás, aunque lo hacían como representantes de los que no
tienen parte.
Saldremos de la lógica de la secesión y el odio cuando aquellos
que están hoy en el margen de la comunidad nacional inventen formas similares
de participación polémica en un mundo en común. Se trata de algo que va más
allá de la idea de integración, la cual todavía participa de la lógica de la
segregación.
El poder de atracción del yihadismo sobre algunos jóvenes, incluso
sobre alguno sin ningún vínculo con el Islam, es interpretado por algunos
analistas como el síntoma de un Occidente que habría liquidado toda posibilidad
de pensar en términos absolutos. ¿No será el momento de reinventar los ideales?
La ruina de los ideales es un viejo tema que ya está presente en
el Manifiesto Comunista. Marx decía que la burguesía “echó por encima del santo
temor de Dios, del ardor caballeresco y de la tímida melancolía del buen
burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas”.
En El odio a la democracia yo mostraba cómo esto se ha convertido
en un tema reaccionario y estigmatizador. Se representa a los jóvenes de
banlieue como víctimas tanto del nihilismo consumista como de la manipulación
de los islamistas en nombre de valores espirituales. Estos análisis parten de
la ruina capitalista de los ideales para llegar a los crímenes fanáticos. Y
entre su cuadro explicativo (demasiado amplio) y su punto de aplicación (muy
preciso) se abre un vacío que se rellena con odio y estigmas.
Por otra parte no creo que nos falten ideales. Estamos rodeados de
gente que quiere salvar el planeta, que va a curar a heridos a la otra punta
del mundo, que sirve comidas a los refugiados, que lucha por restituir la vida
en los barrios desheredados. Hoy muchas más personas que se entregan de las que
había en mi época. No nos faltan ideales, nos faltan subjetivaciones
colectivas. Un ideal es lo que incita a alguien a hacerse cargo de los otros.
Una subjetivación colectiva es lo que hace que todas estas personas, juntas,
constituyan un pueblo.
¿Cómo hacer para constituir un pueblo? ¿Debe ser necesariamente a escala
de la nación?
Un pueblo, en sentido político, se constituye siempre a distancia
de la forma estatal del pueblo. Por eso hacen falta simbolizaciones
igualitarias, abiertas a todo el mundo y que, más allá de los temas específicos
(los refugiados, la ecología, la banlieue), permitan la inclusión de los que no
tienen parte. Pero un pueblo también se constituye localmente, en relación a
una dominación que se ejerce en un espacio nacional.
En Madrid, el movimiento 15M se estructuró en torno a una ruptura
con la lógica de los partidos que monopolizaban el poder común. En Estambul, el
movimiento de la plaza Taksim se formó en torno a un espacio abierto a todos
que el Estado quería transformar en zona comercial. Aunque el capital sea
mundial, actuamos primero donde hay un punto de emergencia. La nación es una
simbolización colectiva y, como toda simbolización, es un campo de lucha
permanente, en Francia y en todas partes. Precisamente desde esta perspectiva
hay que pensar la ofensiva que, desde principios de los años 2000, pesa sobre
la identidad francesa: es el punto culminante de una contrarrevolución
intelectual que progresivamente ha expurgado a la nación francesa de su
herencia revolucionaria, socialista, obrera, anticolonial y resistente para
reducirla a una nación blanca y cristiana.
¿El tema omnipresente de la inseguridad también proviene de la
misma “contrarrevolución”?
Tiende igualmente a constituir identidades regresivas. El gobierno
actual sigue la lección de Bush: el gobernante genera mejores adhesiones como
comandante en jefe. Frente al paro hay que inventar soluciones y afrontar la
lógica del beneficio. Pero cuando te pones el uniforme de comandante es todo
mucho más fácil, sobre todo en un país donde, pese a todo, el ejército sigue
siendo uno de los mejores entrenados del mundo.
Lo que nuestros gobiernos mejor saben hacer no es gestionar la
seguridad, sino el sentimiento de inseguridad. Es algo muy distinto, a menudo
es lo contrario. En noviembre de 2005, [durante las revueltas de las banlieues
de París], se podrían haber evitado semanas de graves enfrentamientos si el
entonces ministro de Interior [Nicolas Sarkozy] hubiera estado un poco menos
preocupado por hacer del sentimiento de inseguridad una plataforma de
lanzamiento para su programa presidencial y hubiera tenido un poco más de
interés por buscar formas de apaciguamiento y diálogo apropiadas para
garantizar la seguridad.
Manuel Valls denuncia la búsqueda de “explicaciones sociológicas”
que percibe como una forma de excusar a los autores de los atentados. ¿Cómo
analizas este ataque al ser un autor que también ha dirigido críticas ––¡muy
diferentes!— a la sociología de Pierre Bourdieu?
La “cultura de la excusa” es un simple espantajo que se esgrime
para probar, a contrario, que solo las medidas represivas son eficaces. Pero
las consecuencias son dudosas. Sin duda, la sociología de un medio social
desfavorecido será siempre impotente a la hora de explicar por qué diez o
veinte miembros de ese medio se convierten en yihadistas y sin duda para
impedir que pasen a la acción. Aunque esto ni los favorece ni los excusa.
El ruido “securitario” funciona de otra manera. Sus amenazas no
pueden asustar a aquellos que conocen castigos más temibles. Es más: favorecen
la cultura de la expiación, cuya forma más extrema es el yihadismo. Esta es la
cultura que hay que combatir. Se debería poder, sin la ayuda de ninguna
ciencia, convencer a los colegiales árabes de que no pueden vengar sobre un
profesor judío los crímenes del Estado israelí. Pero, para que esto sea
posible, hay que dejar de transformar en delito de antisemitismo la protesta
contra esos crímenes de Estado.
Como pensador a menudo eres clasificado bajo la etiqueta de
“izquierda radical” y, por tanto, anticapitalista. Sin embargo, en tus
análisis, pones antes en cuestión los poderes políticos e intelectuales que las
fuerzas económicas.
Hay quien cree que ser de izquierdas se limita a reducir todo a la
dominación del capital. Esta posición “de izquierdas” engendra al final una
resignación pesarosa a la ley de un sistema. Sin embargo es en el espacio
político donde se organizan las formas de comunidad que llevan a cabo la dominación
capitalista o que se oponen a la misma. La banca y las finanzas no fabrican por
sí mismas las formas de opinión que crean un pueblo que les conviene. Son los
políticos, los intelectuales y la clase mediática quienes hacen ese trabajo. En
este punto me separo de un cierto marxismo que considera como simples
apariencias las simbolizaciones políticas producidas en el campo de la opinión
y las instituciones. Se trata de un campo de batalla efectivo. Si decimos que
nada cambiará mientras dure la dominación capitalista, podemos estar bien
tranquilos: las cosas seguirán como son hasta el fin del mundo.
Pero al mismo tiempo la transformación de las relaciones humanas
en relaciones mercantiles, que de ahora en adelante parece prevalecer en todo
el mundo, ¿no es desesperante?
Aquí, de nuevo, la reducción directa de la ideología a la economía
esquiva la cuestión política. Es un tema recurrente. En los años 20, se
denunciaba el cine como un lugar al que las clases populares iban a
embrutecerse frente a las imágenes; en los años 60, se acusaba a la lavadora y
a las casas de apuestas de desviar a los proletarios de la revolución… Hoy
convertimos en fetiche el poder omnímodo de la mercancía, como si la simple
presencia en un escaparate de un iPhone último modelo fuera suficiente para
engullir todas las conciencias en el vientre de la bestia.
La impotencia política no proviene hoy del poder hipnótico del
último gadget. Viene de nuestra incapacidad para concebir una potencia
colectiva, susceptible de crear un mundo mejor que el existente. Esta
impotencia se alimenta del fracaso de los movimientos revolucionarios de los 60
y los 70, de la caída de la URSS, de la desilusión ante las esperanzas
democráticas abiertas por ese hundimiento, por la globalización y sus efectos sobre
el tejido industrial francés. Lo que ha desmoralizado a las fuerzas
progresistas en Francia no son las mercancías sino los gobiernos del Partido
Socialista.
Tal vez en Francia, ¿pero a nivel mundial? El miembro de la clase
media china o india, que consume como nosotros, ¿no es víctima del mismo
desencanto?
A escala mundial hay que diferenciar diagnósticos. El nuevo
ejecutivo chino que disfruta de su televisor de pantalla gigante desde su
bañera de lujo no representa más que una ínfima fracción de su país. Para la
inmensa mayoría de la población mundial, el problema no es el pretendido
nihilismo engendrado por el capitalismo tardío, sino el advenimiento, o la
restauración, de formas de explotación salvajes y de sistemas industriales
propios del capitalismo primitivo y que recuerdan a los campos de
concentración.