Hacia una revolución de la crueldad: Antonin Artaud. Capitalismo de la conciencia y revolución fisiológica // Emiliano Exposto
Tercera Parte.
La noción artaudiana de “capitalismo de la conciencia”
constituye el núcleo problemático en torno al cual gira esta tercera parte de
“Hacia una revolución de la crueldad: Antonin Artaud”. Comenzaremos con una
fragmento del autor: “No sentirse
vivir como individuo equivale a escapar a esa forma
temible de capitalismo que yo llamo capitalismo de la
conciencia”. Aquí está la clave alrededor de la cual se
organiza lo que podríamos llamar, de manera rozitchneriana, la cura individual
y la cura colectiva de la forma capitalista de codificar nuestras conciencias
encarnadas.
Desde Marx ya sabemos que “no es la conciencia del hombre la
que determina
su ser,
sino, por el contrario, el ser
social es lo que determina
su conciencia” (Marx, 2010: 17). Y
con Artaud hay que señalar
que el cuerpo consciente o la conciencia encarnada habitan el desgarramiento y desdoblamiento del hombre en toda
la formación social capitalista:
la “conciencia capitalista” se enajena de los cuerpos y domina las carnes.
La “conciencia capitalista” se
presenta en tanto que propietaria absoluta de los medios de privatización del cuerpo y como la instancia complementaria en la
organización divina de los órganos operada por Dios ladrón. La
conciencia es capitalista en tanto se autonomiza y sustrae los órganos; se insiste en ello porque es
central entender que la conciencia es al cuerpo aquello que el Capital es al trabajo asalariado, esto
es:
propietaria de los medios necesarios para su producción y consumo; atenazamiento de toda potencialidad intensiva y explotación de su fuerza de trabajo. El resultado del tal procesión
es
la capitalización de las carnes, de
acuerdo a una supuesta independencia y jerarquización de la conciencia, en
sentido abstracta y espiritual (no encarnado), por sobre el cuerpo. La subordinación de los órganos, y por demás, la determinación cosificante de
las carnes en tanto individuo (“no sentirse
vivir como individuo”,
es decir, no existir bajo la forma petrificante de una y solo una identidad global y especifica
de la conciencia) conforma la fibra última de este
planteo.
Ahora bien, tal situación no es posible
sin el ya mencionado trabajo del “Dios ladrón” en Artaud, o del Capital y el Estado (el “capitalista total ideal”) en Marx. Es manifiesto que es allí donde
se realizan las escisiones de la carne vs la
conciencia, de lo privado vs lo público, del
orden económico vs lo político, las cuales velan el problema
al
escindir los términos de la relación.
Ante esta situación,
Artaud apuesta por “reconquistarme violentamente, de irrumpir brutalmente en mi ser,
de adelantarme al
avance incierto de
Dios” (2005: 103).
Y en el mismo sentido escribe:
“El hombre está enfermo porque está mal construido. Atenme si quieren, pero tenemos que
desnudar al hombre para rasparle ese microbio que lo pica mortalmente, dios. Y con dios, sus
órganos, porque no hay nada más inútil que un órgano. Cuando ustedes le hayan hecho un cuerpo sin órganos lo habrán liberado de todos sus automatismo y lo habrán devuelto a su verdadera
libertad (2011: 31).
Los cuerpos artaudianos están modulados, por un lado, por la organización funcional y utilitarista de Dios como organismo trascendente, y por otro, por la privatización de los órganos en la conciencia.
Ambas tecnologías constituyen los elementos heterogéneos e
irreductibles del mismo dispositivo, a saber: la producción de corporalidades sólo en apariencia independientes uno de los otros, distancias, según las necesidades tanto de
verticalidad representacional como de individualización para la división social
del
trabajo. Y puesto que estas técnicas son elaboradas en las condiciones concretas de producción capitalistas, es claro que todo este despliegue, universal y
particular, es desarrollado a partir de lo que en la Primera Parte llamamos
la “acumulación carnal originaria” como la otra cara necesaria de la
reproducción ampliada y de la acumulación constante del
valor del Capital:
“El único Universal
Concreto
de nuestra época” (Zizek, 2004).
Entonces en Artaud existe una realización de
movimientos en los cuales, primero, se da la eclosión de las fijaciones identitarias por medio de un flujo incesante de “estallidos” que acontecen en el cuerpo y se presentan
como “volcanes en el yo”: “he sido mi padre, mi
madre, mi hijo”, escribe Artaud. Pero el
problema es que, de inmediato, incluso
antes del nacimiento sostiene el Momo, esos saberes y energías del cuerpo son neutralizados por el
dúo conciencia/Dios
ladrón a los efectos de des-sensibilizar, hegemonizar y diseccionar la multiplicidad de
las carnes, confeccionando una mismidad propietaria cerrada sobre sí y distanciada del tejido
territorial compartido con los otros. Así pues, el cuerpo ordenado, normalizado
y espectralmente descarnado sólo vehiculizará un tipo de nexo social-afectivo
abstracto puesto al servicio de la infinita cuantificación del Capital y de la
cualificación desmaterializada de la conciencia vaciada de soporte efectivo en
la realidad de las fuerzas.
De manera que esto
último
permite que en el campo social general acontezca, según Artaud, una enajenación como condición
absoluta de la economía colectiva de los seres y una jerarquía distanciadora
al interior de esa enajenación. Todo ello no es otra cosa más que un
resultado del proceso labrado por la “conciencia” y el “Dios ladrón”, es
decir: un efecto históricamente
determinado de las personificaciones artaudianas del Capital.
Para continuar hay que leer a Del Barco: “en el teatro occidental Artaud descubre el funcionamiento
de la sociedad. La estructura del teatro (que debe ser destruida
por el teatro de la crueldad) posee la
misma estructura que
la novela, que la lógica, que
el
Estado, que la producción económica y, en
última instancia, que el lenguaje”. De manera que es menester, siguiendo los lineamientos teóricos y tácticos de Del Barco, realizar una “revolución
fisiológica total”, en todos los frentes, según una acción “definitiva e integral”. Se trata del mismo problema que en Marx: sustraer la abstracción de
la Sociedad separada del individuo, horadar las robinsoneadas del capitalismo fetichizante mediante
la revolución social como
perspectiva de la totalidad. En Artaud,
esa totalidad, ya se verá, es cuerpo sin órganos; en Marx en cambio, ser
genérico del hombre o
simplemente comunidad. Proletariado aquí y cuerpo sin órganos allá, son nombres de un idéntico proceso, intensidades móviles de cierta maquina
heterogenética: los signos materiales de una efectualidad llamada a transgredir y martillar, de una vez y para todas las veces, todos los “microbios de dios, el Invisible”, el Otro, el Capital. La
“revolución
física y materialmente
completa” es
la manifestación del
devenir emancipatorio.
La tarea es hacerse
un cuerpo nuevo en la escena del teatro de la crueldad: un cuerpo
sin órganos.
Para lograr “la transformación orgánica y física verdadera del cuerpo humano” (1977: 200). Y así la terapéutica y el diagnostico artaudiano es el siguiente: el origen y
el
final, diferidos en el mismo movimiento, se desenvuelven en tanto que cuerpo sin órganos. La sociedad capitalista junto al Dios
ladrón, en cambio, aparecen bajo la forma de quiebres dicotómicos y desfondamientos. Por lo cual
“habría que hablar ahora de la descorporalización de la realidad, de una ruptura aplicada”, puesto que la
operación de
subversión necesita de modo urgente “un continuo esfuerzo de exaltación, de abolición, de
precisión, de apetito, de deseo informulado de transformación”.
Pero
todo levantamiento artaudiano de las carnes es, a la vez, unificado
y múltiple, como el azar organizado de la anarquía coronada.
Entonces la descomposición de los estratos espectrales del cuerpo sólo es
posible en tanto se extiende, se verifica y se despliega en lo común. Por lo
tanto, se desprende que el acto revolucionario es crueldad y unidad
de la acción, o mejor dicho, “insurrección sistemática y sagaz”. En Artaud la tarea no es sino “perseguir la perversión y la destrucción de toda clase de valores y
órdenes”.
Y finalmente, a manera de conclusión para el diagnostico
y terapéutica señalado más arriba, Artaud propone la Anarquía Coronada, o el reino de Heliogábalo. Y en efecto en función del rey Heliogábalo se señala que Anarquía es “ni Dios, ni señor”, y más manifiesto aún: “Heliogábalo fue anarquía en acto, el dios unitario, que reunía al hombre y la mujer, los dos polos hostiles, pues el UNO y el DOS, era el final de las contradicciones,
la eliminación de la guerra y la
anarquía, pero por la guerra […] La anarquía hasta el punto que Heliogábalo la llevó, era
poesía realizada. En toda poesía hay una contradicción escencial. La poesía es la multiplicidad” (1972: 90) Entonces pues, al ser la “poesía realizada” de Heliogábalo “multiplicidad” y “contradicción escencial”, es
menester que, en el marco anti-capitalista
de los afectos corporales, sea entendida como proceso relacional
antagónico, y
con
ello, como lucha de clases
y batalla por los sentires. O más precisamente la “anarquía organizada” de Artaud no es más que
la lógica auto-organizada de lo colectivo en un enlace creativo y diferente, en oposición
a la lógica representativa del Capital; y eso con miras de “instituir”, en el sentido de Castoriadis, nuevos modos de
existencia.
En suma: organización de la autonomía y autonomía
organizada. Es anarquía y
organización, y por tanto resulta ser Anarquía Coronada. Sin principios primeros de sujeción trascendentes y allende las dicotómicas descendentes: “junto con la revolución económica y social indispensables, todos esperamos una revolución de
la conciencia que nos
permita curar
la vida” (2010: 163).
Para
“curar la vida”, es decir para crear nuevos modos de existencia inmanente, hay
que pensar que
la metafísica occidental y el modo de producción capitalista funcionan, en el mismo movimiento de
mostrarse como tal, de manera ontológica y
estructurante. En consecuencia, superar la “conciencia capitalista” es lo mismo que transgredir el Juicio
de Dios, subvertir el sistema de la representación y disolver la división capitalista sobre las corporalidades. Ya que hay una triple alienación en la carne
del
trabajo: separación trascendente entre producto y cuerpo-productor en las mismas condiciones materiales de producción, alienación del cuerpo-productor en torno a sí mismo, separación entre la
multiplicidad
de los cuerpos-productores en sus relaciones de composicionalidad. Ciertamente, el
trípode en el cual se sostiene
la mencionada triple alienación no es otro que
la articulación entre: la operación de organización funcionalista
de “Dios ladrón”, la posesión privatista del cuerpo desde la “conciencia capitalista”, y por sobre todas las cosas, el procedimiento inmanente de las relaciones
sociales capitalistas en las cuales “todos los sentidos físicos e intelectuales han sido sustituidos por
la simple enajenación de todos estos sentidos:
el sentido del
tener” (Marx, 2011: 130).
La propiedad privada del
Dios ladrón acontece
por
medio de un “robo”, ya
lo señaló Proudhon. De forma que de Marx a Artaud,
pasando por Proudhon, el imperativo en función del acontecimiento revolucionario
se presenta en tanto des-realización del cuerpo tal y
como
ha sido hecho. La tarea en efecto es des-
funcionalización y des-concientización, esto es: expropiación de los expropiadores. Es decir, suturar el utilitarismo de la carne y la extracción de su energía destituyendo la usurpación de “Dios ladrón”,
abolición de la propiedad privada de los órganos bajo el enseñoreo de la conciencia. Y ello significa desprenderse
de “ese acondicionamiento de
mis
órganos tan mal adaptados a mi yo”, dice Artaud. Ciertamente es necesario
aniquilar tanto a la conciencia como a Dios, pues ambos son los agentes
históricos del modo capitalista de
producción. De hecho la
crueldad artaudiana no es sino “rebelión
contra un sistema social inocuo” (1977:
200).
Por eso en la
estrategía de neutralizar el Juicio de Dios son “necesarios soldados, ejércitos, aviones, acorazados”, pues el autor
entiende que: “las fuerzas revolucionarias de
un movimiento son
aquellas capaces de
desequilibrar
el
funcionamiento actual de
las cosas,
de cambiar el ángulo de
la realidad” (1977: 79). En Artaud no se trata tan sólo de tomar o no el poder: ello es necesario, se podría decir, pero no resulta suficiente. Porque, en sentido pleno, hay que destruir toda relación social capitalista: revolución
permanente y transformación inmanente. Y en efecto es menester tanto la modificación económica,
social y política “indispensable”, como el aniquilamiento
de “Dios ladrón” y de la “conciencia”.
De manera que sí se
ostenta una idea
univoca de la revolución en tanto lucha política por la
toma
del poder de Estado o socialización de los medios de
producción, todo combate está al servicio de tal
batalla, y el teatro de la crueldad es revolucionario sólo en su remisión exterior y referencia hacia
otro orden: el signo transformador
le adviene
desde afuera, por representación,
y peor aún, operaría en exterioridad a los cuerpos reales que pueblan y
producen las fuerzas del campo social-afectivo. Sin embargo eso es
nada más que metafísica revolucionaria, un
mero concepto de la revolución pura.
El teatro de la
crueldad es la creación de un territorio común en tanto que campo de lucha en
el cual dar la batalla, continuo y sin final, por
las vidas. Y ello se opone a una sedimentación de las estrategias, de
las tipologías tácticas y los
aparatos de resistencia en
torno a la unidad del centro y al
monopolio del sentido que, en la tradición, se enquistaron en
una forma de política cristalizada y perimida.
El problema no estriba en los diagramas programáticos, ni en elecciones de dirección; no se
trata de un quiebre súper-estructural: “el concepto de
ideología es un concepto execrable que oculta los verdaderos problemas, siempre de
naturaleza organizativa”
(Deleuze, Guattari, 2010: 124). La cuestión es estrictamente práctica, es decir organizativa: ¿cómo pensar la composición colectiva de la política y
la política en las composiciones colectivas? Y en ese mismo sentido, en carta a Bretón, Artaud
aclara
en qué consiste
su posicionamiento emancipatorio:
“hay, en este aspecto, una revolución siempre por hacer,
a condición de que el hombre no
se piense revolucionario únicamente en el aspecto social,
sino
que crea que debe también, y
sobre todo, serlo en los aspectos físico, fisiológico, anatómico, funcional, circulatorio,
respiratorio, dinámico,
atómico y eléctrico (1977: 88)”.
Se trata de una resistencia desde y por las carnes sufrientes a nivel
sintiente, simbólico, imaginario, etc…, en todos los ámbitos a la vez y con
todas las fuerzas de nuestros cuerpos en común. Eso es la “revolución
fisiológica total” que intenta pensar Artaud mediante las figuras del teatro de
la crueldad, el cuerpo sin órganos y la anarquía coronada.