Balance de época (II) // Horacio González
Relato
y Crítica del Relato
La
segunda entrega de "Derrota y esperanza: un folletín argentino por
entregas", balance de época que Horacio González escribe sobre los
gobiernos kirchneristas, aborda la compleja noción de “relato”. El capítulo II,
“Relato y crítica del relato”, nos alerta sobre como El Otro en su
vida cotidiana, fue renuente a alojarse en el Otro del pluralismo patriótico al
que llamaba la Presidente Cristina Fernández de Kirchner.
Vinculado a lo que
ya intentamos desarrollar en el capítulo uno, en el interior de nuestro balance
de este último período histórico en el país, vamos a tratar la noción de relato
y el modo en que fue usada en el debate político contemporáneo. Es evidente que
este concepto posee cierta trivialidad u obviedad de origen, y generalmente se
refiere a una mínima capacidad narrativa con la que cuentan todos los seres
humanos, y que se compone de diversos estilos, que generalmente reposan en
signos reveladores de la memoria para la creación de vínculos comunes a
través de recuerdos, eventos o leyendas compartidas.
En una media en que
ahora no sabríamos apreciar tan ajustadamente, el kirchnerismo fue derrumbado
(empleo esta ruda expresión que luego explicaré; tengo bien en claro que la
resolución del problema del poder en la Argentina, en su napa más superficial
pero trascendente, fue a través del legítimo juego electoral), derrumbado,
digo, por el empleo del concepto de “relato” muy en contraposición a la
acepción “ingenua” que antes le dimos. Cuando digo muy en contraposición, en
realidad debo decir con una acepción inversa a la tradicional: relato era aquí
sinónimo de impostura, de falsedad, de fingimiento, de “invención de
tradiciones”, en suma, una superchería de Estado para contarle a los crédulos
una historia apócrifa sobre los gobernantes, sus orígenes y propósitos.
Ciertamente, todo gobierno - sobre todo el que mantiene raíces populares
complejas, como es el caso del que aquí consideramos - está expuesto a este
tipo de ataques, pero el kirchnerismo lo estuvo más que ninguno. Los dardos
maledicentes que en el ya casi remoto pasado argentino se dirigían contra la
“bastardía” de Eva Perón y su propio marido, eran prejuicios clasistas que muy
rápidamente se confundían con el temor de la por entonces bastante consolidada
“clase media” argentina ante el ascenso social de sectores obreros, o de lo que
con desdén podría considerarse el “bajo pueblo”. Pero esos prejuicios sociales
contra los “advenedizos” dieron resultado mucho después, cuando se fusionaron
con los ataques a las “costumbres íntimas” de Perón, que horadaban su vasto
apoyo social pero no eran comparables a la maciza cruzada de desprestigio que
se abalanzó en toda clase de exuberancias mediáticas contra el matrimonio
Kirchner, muchas décadas después. En la primer y segunda época peronista, y
luego del 55, incluso el concepto estigmatizante de “bastardía” fue respondido
por los entonces jóvenes literatos “existencialistas”, que no pertenecían
al mundo político del peronismo, pero a los que les atraía esa figura de la
conciencia con la que Sartre había retratado al aventurero o al comediante que
hacía “avanzar la historia por su lado negativo”. Convertían entonces al
bastardo en una figura respetable, rara y necesaria. El peronismo de los
orígenes, que era “anti-existencialista”, no se animaba a tanto en la
apología de sus propios materiales originarios.
Con el matrimonio
Kirchner no ocurrió esa capacidad de inversión de la injuria, y crecieron hasta
proporciones gigantescas los ataques donde el pasado de la pareja presidencial
era examinado por peritos en detectar supuestas falsedades y mascaradas. En
especial, en la honda cuestión de los derechos humanos, donde se remarcaba que
en su pasado de políticos provincianos, ni Néstor Kirchner ni Cristina
Fernández de Kirchner, se habían ocupado de los mencionados derechos, que
luego, en su gobierno, fueran rápidamente declarados piedra basal de donde
prácticamente se deducían todas las demás decisiones. Es claro, no fue así,
pero es cierto también que las tomas de posición del gobernante, que suelen
suceder bajo el cuño de la rapidez, la readecuación urgente o la súbita
compresión de una zona de franjas soterradas de la conciencia que de pronto se
ilumina, no podían ser festejadas y mucho menos comprendidas por los Cruzados
que ya habían aprendido a machacar sobre lo que en cualquier caso es fácil.
Porque casi siempre hay un halo propagandístico en todo gobierno, un ritual de
auto-festejo y una confianza en cómo se habla desde el poder (que por esa sola
circunstancia, ya enunciaría tópicos verdaderos), que de inmediato hacía fácil
la tarea del agente demolicionista, sobre todo en casos donde notoriamente, con
verdad o no, puede esgrimirse el rótulo de “populismo” (del que ya diremos algo
más).
¿Qué decía este “agent
demolitioniste”, experto en trabajar con los intersticios de la comúnmente inconstante
credibilidad pública? Que bastaba ver las predilecciones cosméticas de la
Presidenta, la engañosa austeridad de Néstor Kirchner (mocasines rústicos,
firma de decretos con lapiceras de plástico barato) para combinar el
pseudo-ascetismo de uno con el gusto por “carteras Vuitton” de la otra, junto a
veleidades indumentarias (paralelas a las frivolidades discursivas), para que
los agentes del descrédito concluyeran que el amor por los derechos humanos y
sociales, o por la vocación soberanista del Estado, eran construcciones de
último momento que salieron de la cabeza repleta de astucia de dos codiciosos.
Pobre argumento que muchos desdeñamos, pero que tenía lentas consecuencias,
como un aceite mortífero que va penetrando poco a poco en inocentes porosidades
colectivas.
Precisamente, lo
que a muchos nos había interesado de la nueva situación –la emergencia de
Néstor Kirchner, político tradicional de carrera, de repente tomando los
grandes temas reparatorios de la nación- era el modo en que un mundo político
que nos parecía previsible, extraía nuevas fuerzas de los vacíos, intersticios
y fracturas del “sistema real”, el que registraba la profunda crisis de
representatividad del 2001. Ricardo Forster recurrió al concepto de “anomalía”
para adjudicarlo a la situación en que se verificó la emergencia de Néstor
Kirchner.
Debe decirse que la
construcción simbólica que se inició enseguida –que comenzó con el retiro del
retrato de Videla en el Colegio Militar y de algún modo concluyó con la
construcción de la escultura de Juana Azurduy en las cercanías de la Casa de
Gobierno-, ocupó los doce años de gobierno kirchnerista. El tejido simbológico
del gobierno KIrchner es sólo equiparable al que practicó Perón en sus dos
primeros gobiernos, y remontándonos mucho más allá, al conjunto de emblemas
nacionales que desde 1880 perduraron como hilo interno del Estado y de la
pedagogía nacional, en la numismática, las monumentalística y en la
discursividad historiográfica, generalmente ligada al largo predominio de las distintas
variantes del liberalismo republicano (“el orden conservador”), desde finales
del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. Con diferentes interregnos, que
en lo fundamental, no alteraron esta “paidea de la patria”. Respecto de
ella, un impoluto San Martín nunca cedió su lugar de privilegio como cálido,
severo y apacible numen estructurante de la nacionalidad, justo papel que tiene
desde que se publicaron los densos volúmenes de la historia de Mitre, lo que
luego fuera realzado por libros y películas – Ricardo Rojas, Torre Nilsson,
recientemente Galasso -, pero la Presidente Cristina Kirchner intervino en esta
dinastía nacional numerosas veces, ya sea resaltando el legado de aquellos
aires levemente jacobinos que nimbaron a Moreno y a Monteagudo (con reservas),
ya sea declarando preferencias por Manuel Belgrano, ya sea aceptando la
inverificable leyenda del Gaucho Rivero – que logró billete de circulación
oficial como emblema de la moneda nacional - y más verosímilmente, exaltando la
Batalla de Obligado (1845).
Todos estos hechos,
a los que se puede agregar el tono museístico que adquirió la casa de Gobierno,
el Museo del Bicentenario (que también tributa homenaje a Siqueiros, el
muralista mexicano), el Centro Cultural Kirchner, y hasta Tecnópolis, revelan
la fuerte intervención histórico-metafórica del gobierno, lo que junto a sus
auto-descripciones –el “modelo”, el “proyecto”, “el desarrollo con inclusión”-
fueron carne rápida o papilla de fácil identificación para la gran prensa
que elaboraría muy de inmediato, una larga cadena de objeciones – que iban de
la ironía a la burla, de la acusación de bonapartismo hasta la denuncia de
asfixiar el paisaje con sus nombres propios-, con la que el gobierno fue
insistentemente acosado. Junto al magno trípode santificado de la Cruzada – con
su manual básico de estereotipos - cuales eran la “inflación”, la “seguridad” y
la “corrupción”, el “relato” era una expresión que bastaba mencionar para
difamar al gobierno con el rápido símil que esta palabra evoca: la mentira, el
disfraz.
Es evidente que
cuando Néstor Kirchner dijo “Clarín miente”, revelaba un fuerte indicio de su
carácter, más literal, fundado en frases directas y plenas para designar a sus
contrincantes de momento, de modo que no se ocupó de buscar sinónimos o atajos
más matizados para sus denuestos. Ya vimos en el primer capítulo las fuertes
implicancia que todo esto tenía. La oposición Gran Mediática fue más metafórica
en torno al concepto de mentira (básico en cualquier facciosa discusión
post-argumental) y no tuvo dificultades para expandir el tema del “relato” como
sinónimo de ocultamiento de una realidad cotidiana cruzada por la corrosión de
la vida diaria. Tal acto de ocultar se haría, entonces, en nombre de una “épica
emancipatoria” que recorría estaciones obligadas del conocido historicismo de
liberación nacional, pero, decía el Crítico Demoledor, con esas palabras
egregias pasaban por alto la dificultad real de presente, donde no había
indicio alguno de que las necesidades reales se pudieran resolver con
apelaciones al gauchaje lírico del siglo XIX, y más aún, cuando eso se hacía
por gobernantes que a la vez eran empresarios. (Esta última expresión se basaba
en los hoteles de propiedad familiar – tema del cual luego hablaremos - que
Néstor y Cristina Kirchner poseían desde antes de convertirse en figuras
públicas, y que fueron objeto de largas discusiones).
El gobierno
Kirchner confió en que sus bases de apoyo no fueran horadadas por este doble
manejo criticista: primero, la épica del “relato”, como inconducente frente a
problemas reales del existir cotidiano. Ciertamente, inflación, inseguridad y
corrupción, no es que no existieran en la “empirie de los días”, pero ya eran
conceptos del Arquetipo básico del demoledor, anti-figuras fabricadas por la
Conciencia Bella que se dirigían a embestir a los Impostores. Segundo, la
situación en las clases populares, que ya por ese entonces revelaban la
profunda heterogeneidad cultural que regía sus deterioradas condiciones de
vida, y que no sólo registraban el enigmático fenómeno de la crítica del
trabajador pobre al “subsidiado pobre”, sino que en sus sensibilidad
espontánea, se hacían presentes los espantajos del folletín impugnatorio, donde
la idea del “relato” ya adquiría contornos folletinescos donde en la intimidad
del matrimonio Kirchner, uno o una podía ser el “asesino” del otro o de la
otra. Estas atrocidades del “contra-relato”, increíblemente, prosperaron en el
país. Una senecta y arcaica figura de la televisión argentina, que como
contrafigura de Evita, era actriz del cine argentino en los años 40, llegó a
decir que en el féretro de Kirchner no estaba realmente su cuerpo. Historias
góticas que siempre sacudieron el oscuro inconsciente de la humanidad, daban su
campanazo tétrico en la estremecida realidad argentina. Hay que reconocerlo,
admitirlo y examinar con una atención mucho mayor que hasta el momento le
prestamos, a estos hechos.
Los Kirchner eran
así objetados por partida doble, cuando se decían militantes, recordándoles que
bajo esa declaración de heroicidad política se escondía una veta empresarial, y
eran objetados como empresarios cada vez que anunciaban grandes medidas
públicas que surgían de sus convicciones militantes, a las que se les atribuía
un encubrimiento de “intereses particulares”. Retornaremos sobre esta ardua
cuestión en el capítulo próximo. (Morales Solá, tutor de presidentes de la gran
derecha áulica, exclama en su editorial de hoy en La Nación que
Macri se queja de los empresarios por serlo él mismo: “solo piensan en la
facturación de la semana próxima”. He aquí el empresario adulado como tal, que
por poseer esa identidad ni puede ser criticado, ni se lo exime del elogio del
que sabe incluso desprenderse de su ser empresarial. Créase o no. (No).
Siempre hubo un
problema en torno a estos gobiernos de raíz popular – que recurrentemente
apoyamos -, calificados de “populistas” y que cuando esgrimen tópicos
emancipatorios y de derechos ciudadanos, son vistos como el gran teatro de los
arribistas que buscaban “enriquecerse personalmente”. El contra-relato no es
que fuera tan hábil, sino que sus banderines de triunfo lanzados al viento
encontraban una extrema facilidad en la recepción de un público masivo
poli-clasista, que incluyendo a los que eran beneficiados por medidas masivas
del gobierno, eran la clientela fija de las hipótesis conspirativas de las que
viven los grandes Medios de Comunicación. Había un espontaneísmo en la
conciencia empírica nacional que permitía hacer “creíbles” a los engendros del
folletín conspirativo – de los cuales es un maestro Jorge Lanata, tema que ya
consideraremos -, ante un gobierno que se esmeraba en imponerse sobre sus
diversas contradicciones internas. Su empeño anti-corporativo, que desde luego
se dirigía privilegiadamente contra el grupo Clarín, aunque ciertamente mucho
menos contra otras corporaciones “no mediáticas” (pero a las que de una manera
u otra Clarín articulaba: Monsanto, Barrick Gold, Chevron, etc.) no lograba
interesar a las izquierdas ni a una parte sustancial de la vida popular, que en
el “gran monopolio mediático”, no veía sino la posibilidad de saber cómo se
resolvían los misterios de amor y los prodigios de la ilusión en una telenovela
que recreaba “las mil y una noches” con un actor egipcio, cuya obvia biografía
peregrina era a su vez la actualización de un “relato del corazón”. Los grandes
autores de la crítica al “relato”, vaya si eran los taumaturgos de los grandes
relatos y especulaban con los pobres misterios orientalistas con los que
disciplinaban sentimentalmente a las masas populares, destinada a ser una
parte, quizás no en parte mayoritaria pero sustancial, de la gesta
electoral anti-kirchnerista, estrecha pero derrocadora al fin. Ya volveremos
sobre este concepto de “derrocamiento en democracia”.
No es indiferente
este tipo de productos folletinescos de la gran industria cultural, al destino
de los gobiernos populares atípicos. Mientras la Presidente proclamaba “la
Patria es el Otro” – motivo de grandes alcances que precisaba ser esclarecido
con mayores aproximaciones conceptuales y prácticas, dada su importancia
-, había otro Otro, real, sin alteridad evidente, que fluctuaba
entre su real unicidad y su imaginado pluralismo, para proclamarse el ángel de
la tolerancia, acusando de ignorar el pluralismo social y cultural a un
gobierno que intentaba construir con la idea de Otro, esa unidad en la
multiplicidad que es la esencia última del arte de gobierno. El Otro en su vida
cotidiana, era renuente a alojarse en el Otro del pluralismo patriótico al
que llamaba la Presidente Cristina. Será otro de los temas del próximo
capítulo.
(Escrito el 3 de
febrero de 2016, día en que los empleados públicos ocupan el Ministerio de
Cultura dirigido por un “despedidor serial”, que tiene como algunos de sus apoyos
insólitos, a este episodio que me contaron: ante el stand de una repartición
pública donde se obtienen libritos clásicos argentinos a cambio de un módico
precio, poniendo un cospel en una máquina expendedora, una abuelita argentina
le dijo a su nietito, frente al empleado que la atendía: “nene, pedile un
cospel al ñoqui”. Hasta aquí las cosas. En tanto, Alain Badiou, Chico Buarque y
Serrat, firman la decisiva solicitada contra Lopérfido). Continuará en este medio.
Buenos
Aires, 3 de febrero de 2016
(Fuente
y agradecimiento a La Tecl@ Eñe)