Resistencia. (Sólo en Berlin, Hans Fallada) Por Diego Sztulwark
La fuerza de
conmoción es la que mejor transmite qué es la resistencia: "Sólo en
Berlin", de Hans Fallada (embolsillo, Madrid 2011; traducción de Rosa
Pilar Blanco), 612 páginas extraordinarias desde todo punto de vista. Una
pareja de obreros en lucha concreta, arriesgada, existencial y anónima contra
la maquinaria del Tercer Reich; en la Berlin de los años `40`-42.
Fallada es más
que un novelista: retoma esa historia perdida de los archivos de la Gestapo y
la transforma en una fuente infinita y emotiva de inspiración.
Luego de leer la carta un espeso silencio se
apoderó de ellos. Los Quangel -una pareja algo mayor de trabajadores adherentes
al nazismo sin ser parte del partido- acababan de enterarse de la muerte de su
hijo caído en la guerra. En el silencio que no los abandonará por varios días
se incuba una transformación de alcance inesperado. Otto, el marido, comienza a
escribir la primera de sus cartas: “Madre: El Führer ha matado a mi hijo…”. En
ese instante Anna comprende que “con esa primera frase él ha declarado una
guerra eterna”, “guerra entre ellos dos, unos pobres, pequeños insignificantes
trabajadores que con una palabra podían ser
borrados para siempre, y al otro lado el Führer, el Partido, con su
enorme aparato de poder y su esplendor y tres cuartas partes, incluso cuatro
quintas partes del pueblo alemán detrás” (168).
Al leer esa primera carta finalizada Anna
piensa para sí: “La primera postal de esa guerra tiene su origen en el hijo
caído”. Es la primera formulación de algo que se ha transformado para siempre:
“un día detuvieron a su hijo, el Führer lo ha asesinado y ahora escriben
postales”.
Hans Fallada (Rudolf Ditzen; 1893-1947) había
rechazado un primer encargo de sus amigos de la recién creada Liga Cultural
para la Renovación Democrática de Alemania. Fundad en 1945, la Liga había
tenido acceso a los legajos de la Gestapo y proponía al escritor que escribiera
una novela sobre la historia del matrimonio Otto y Elise Hampel (luego los
Quangel). Para convencerlo, en una segunda entrevista, se le “subrayó la
singularidad del caso, que no se trataba de una actuación derivada de un
compromiso político consciente, sino de la voluntad individual de dos personas
corrientes de vida retirada”. Es lo que cuenta Almut Giesecke en su epílogo.
Sólo así Fallada aceptó.
Y escribió un
primer artículo (incluido en la edición): “Sobre la oposición, que si existió,
de los alemanes al terror de Hitler”. Allí narra el acceso de Fallada a los
archivos-Hampel, y se nos cuenta la historia completa, ya en camino a
convertirse en una monumental novela, que necesariamente altera datos y
modifica circunstancias, buscando la mayor fidelidad posible al espíritu de los
Hampel y confiando plenamente “en que su lucha, su sufrimiento, su muerte, no
haya sido en vano”.
Los Quangel escribían sus postales
preferentemente los domingos y luego las dejaban en las escaleras de algún
edificio de la ciudad. “Inundaremos Berlin de postales”, dice Otto a Anna:
“entorpeceremos el funcionamiento de las máquinas, derribaremos al Führer,
pondremos fin a la guerra…”.
El viejo
Quangel, jefe de taller de una gran fábrica de carpintería, bien lo sabe, será
siempre para sus jefes y para los 80 trabajadores de la planta “el viejo y
estúpido, un hombre poseído por el trabajo y una sucia avaricia. Pero en su
cabeza alberga ideas que no tienen ninguno de ellos. Todos ellos se morirían de
miedo si los asaltaran semejantes pensamientos. Pero él, el viejo Quangel, los
tiene. Está ahí engañándolos a todos”.
Y cuanto más cartas y postales escribían, y
distribuían (en edificios habitados por médicos y abogados, para garantizar que
sus pacillos sean más poblados), más se daban cuenta de cómo cambiaban sus
percepciones, sus ideas, por ejemplo en relación con la persecución de los
judíos que siempre habían aprobado: “pues, como la mayoría de los alemanes los
Quangel, en su fuero interno no eran amigos de los judíos” y estaban de acuerdo
con las medidas que contra ellos se tomaban, y sin embargo ahora que “se habían
convertido en enemigos del Führer esas cosas adquirían un aspecto y una
relevancia completamente diferentes. Les
demostraba la mendacidad del partido y sus dirigentes”.
Más de una vez pensaron en cómo sería cuando
ya no se ocupasen de escribir sus cartas. ¿Que harían entonces?. “¿Después?
–inquiró él, porque de pronto, tras la victoria al fin conquistada, los dos
vieron ante si… una vida completamente vacía. –Bueno –contestó la mujer-, ya
encontraremos algo por lo que merezca la pena luchar. A los mejor algo público
y notorio, sin tanto peligro. –Peligro –repitió Quangel-, siempre hay, Anna,
pues de lo contrario no sería lucha. A veces sé que ellos no podrán atraparme,
pero después me paso horas y horas tumbado, cavilando dónde hay peligro, qué es
lo que quizás he pasado por alto. Cavilo, pero no encuentro nada. Y sin embargo
el peligro acecha en alguna parte, lo huelo. ¿Qué podemos haber olvidado Anna?.
–Nada –contestó ella-. Nada. Si eres cuidadoso al repartir las postales… El
sacudió la cabeza malhumorado. –No, Anna –dijo-, no me refiero a eso. El
peligro no acecha en la escalera, ni al escribir. El peligro está en un lugar
diferente que no puedo precisas. De pronto nos despertaremos y sabremos que
siempre ha estad ahí, pero no lo hemos visto. Y entonces será demasiado tarde”.
Los Quangel creían equivocadamente que sus
cartas circulaban por Berlin. Ignoraban que casi todas eran inmediatamente
trasladas por sus aterrados lectores a la Geheine Staatspolizei, conodai como
la Gestapo.
Le sucedía a los Quangel “como a todo el
mundo: creían en su esperanza”.
Tiempo después, interrogado por sus captores,
Otto Quangel no logra responder satisfactoriamente a sus inquisidores: ¿cómo
pensaban derrotar, sólo Anna y él, al aparato de Führer?: “usted no lo
entenderá nunca”, decía Otto –ya enterado de que sus cartas no habían circulado
ampliamente-, “da igual que sólo luche uno o diez mil; cuando alguien se da
cuenta de que tiene luchar, lucha, sea sólo o acompañado. Yo tenía que luchar,
y siempre volvería a hacerlo. Sólo que de un modo distinto, completamente
diferente”.
Sobre el sentido de sus actos conversará Otto,
desesperado y ya sobre el final de su vida, con el profesor Reichhardt,
director de orquesta arrojado a los mismos calabozos de la Gestapo, por no
asimilarse al estado de cosas. Juntos esperan la sentencia de muerte. Otto
jamás había entrado en contacto con la alta cultura y el profesor le ha
enseñado a jugar al ajedrez mientras aguardan su hora. Otto escucha el punto de
vista del profesor: “¿quién sabe? Al menos usted se opuso al mal. Usted no se
volvió malo. Usted y yo y los muchos que hay en esta casa y los innumerables de
las otras prisiones y las decenas de miles ingresados en campos de concentración… todos ellos resisten
todavía, hoy, mañana…”
Ni mejores ni peores, ciertas resistencias son
lo que son a partir de ser inevitables. Incluso, tal vez, involuntarias. En la
tapa los editores creyeron conveniente agregar la siguiente nota de primo Levi:
"El libro más importante jamás escrito sobre la resistencia alemana".