Para Pablo es ajedrez, pero se trata de una performance // Raúl Sánchez Cedillo
En casos y circunstancias como el que nos ocupa conviene no amagar con
pistas o mcguffins: pase lo pase, habrá elecciones generales en la próxima
primavera.
Y ya han hablado los simpáticos parroquianos que dirigen la Comisión
Europea. Se estaban haciendo esperar. Su papel es relativamente sencillo: solo
tienen que preocuparse de recordar que la disputa parlamentaria y la libertad
de los electores es solo una performance que no debería
prolongarse demasiado y que solo puede terminar con una misa de difuntos del
cambio sistémico y un aleluya al austericidio de las clases subalternas. Saben
perfectamente que unas próximas elecciones son una especie de segunda vuelta
del 20D, es decir, algo completamente normal en países como Francia, Portugal,
Polonia Austria, Finlandia, Eslovaquia o Eslovenia, por citar solo Estados
miembros de la UE. Lo que no les gusta es el reparto de la función y la
probabilidad creciente de desenlaces poco favorables para el 1%.
Compartimos con la parroquia de Juncker la escasa apreciación de las
virtudes del arte dramático parlamentario y la cruda franqueza en la
descripción de las alternativas en juego: ninguna que modifique los dictados de
la dictadura comisaria del Eurogrupo. Somos igualmente escépticos respecto a
las lecturas que ven en el resultado de las elecciones del 20D un mensaje de la
ciudadanía que ha de ser interpretado. Sí, tanto Lenin como Carl Schmitt venían
a decir que los parlamentos de la democracia liberal eran una feria de
ventrílocuos de una persona ausente, el pueblo. Pero hoy, como han señalado
recientemente Francisco Jurado y Juan Moreno Yagüe, la presencia y la decisión
de la multitud ciudadana no puede detenerse a las puertas de los parlamentos,
so pena de desbaratar el proyecto constituyente al que el orden de las cosas
nos ha abocado.
La «gran jugada»
Hay que respetar y seguir con atención las entradas en escena de Pablo
Iglesias e interpretar el sentido de sus gestos, la «jugada» de su propuesta de
gobierno de coalición y las maneras con las que ha sido anunciada. Ahora bien,
la paradoja de los parlamentos en las democracias constitucionales reside en
que el mandato representativo, a diferencia del imperativo, permite a los
representantes hacer lo que quieran con este, casi siempre con consecuencias
nefastas. Recordemos, por ejemplo, la rebelión contra Suárez de Herrero de
Miñón, Fernández Ordóñez y otros barones de la UCD en la legislatura 1979-1982,
o el voto casi unánime del grupo socialista en el Congreso y el Senado a la
reforma a la carta del art. 135 de la Constitución, ese que absolutiza la
prioridad del servicio a los acreedores en menoscabo de los derechos sociales
(sí, Pedro Sánchez lo votó en un día confuso). Sabemos que la propuesta de
gobierno presentada por el grupo formado por Podemos y las confluencias es una performance, un
acto que atiende sobre todo a los efectos sobre el contexto que tienen los
actos de habla. La propuesta de Pablo nos dice algo más de las intenciones del
hablante que de la realidad de aquello que se habla, pero: ¿hay algo más que
metáforas del ajedrez en los gestos del grupo encabezado por Pablo Iglesias?
¿Cabe pensar en rigor que podrían llegar a formar gobierno con el PSOE?
La respuesta reside en el grado de libertad excepcional que a Pedro
Sánchez le ha tocado gestionar tras el 20D. La arbitrariedad que permite el
mandato representativo y el funesto pronóstico que los tiempos le reservan a su
partido son el factor que añade algo de incertidumbre a la representación en
curso, si bien en dosis muy escasas.
Pedro sin causa
Pedro Sánchez necesita gobernar a toda costa si quiere seguir con vida,
pero sabe que solo podrá tomar un respiro cuando haya acabado con la vida
política de sus adversarios más cercanos: a) los barones de su partido, las
gentes de PRISA y las bandas de las que suele ser portavoz y patriarca Felipe
González; b) Pablo Iglesias y los representantes de las confluencias.
Por eso, el ojo de la aguja por el que pretende pasar Pedro Sánchez es
tan pequeño que nos obliga a adentrarnos en las incertidumbres de la mecánica
cuántica. Aunque la vida del fotón Pedro se nos antoja breve, él parece
convencido de que ningún instrumento de medida política puede dictaminar si ha
pasado por el agujero o ha sido desviado por un gravitón sevillano. Se trata de
continuar en su función de onda hasta que los adversarios perezcan en un
colapso de interferencias. Por supuesto, todo ha de hacerse dentro de un orden.
Primero se trataría de contener a las hordas baroniles con la promesa de que un
eventual gobierno de coalición con Podemos será una celada que permita poner
fin a la amenaza que este supone. Luego sería el momento de entablar la
negociación con Pablo Iglesias, aceptando el órdago con la confianza de que las
tareas de gobierno serán mucho más devastadoras (bajo la tormenta perfecta de
la Troika, el IBEX y la «gran coalición» tertuliana) para quienes abogan por la
ruptura, que para quienes ni siquiera quieren romper la Regla de oro del
equilibrio presupuestario. Romper las negociaciones por la testarudez de
Podemos en el asunto del referéndum no supondría sino apuntarse un tanto de
consolación antes de pasar por el cadalso socialista. Pedro Sánchez no se
dispone pues a cruzar el Rubicón: antes bien, considera en todo caso que puede
ser el mejor piloto en el juego de la gallina contra los barones y Pablo
Iglesias. Otra cara bonita destrozada en las carreras.
¿Por qué? Porque la aceleración es creciente, el balance de costes y
beneficios entre él y Pablo Iglesias demasiado desigual y, sobre todo, porque
el coche de Pedro Sánchez carece de frenos. O alguien quita el muro de en medio
o su belleza se volverá bidimensional. Todo esto lo sabe perfectamente Pablo
Iglesias. Sabe que el eventual coste de compartir o quedarse con todas las
culpas por la no formación del «gobierno del cambio» es un riesgo que vale la
pena, porque al fin y al cabo: a) ello no supondrá a medio plazo ningún
fortalecimiento del PSOE, antes al contrario; b) resulta infinitamente peor la
perspectiva de una división interna dentro del grupo parlamentario en torno a cuestiones
como el si, cómo y cuándo de un referéndum sobre Cataluña (por ejemplo), o la
de graves conflictos internos en torno a la gestión y el control desde abajo
del gobierno y el grupo parlamentario «confederal» en el escenario del pacto
con Pedro Sánchez, esto es, en un horizonte que solo puede traducirse en dar
una de cal y otra arena; y c), que es la decisiva, no puedes gobernar como
fuerza minoritaria con un partido al que, retóricas aparte, deseas pública y
ostensiblemente una despiadada pasokización.
El tiempo del go
Así que nada de ajedrez. Entre otras cosas, porque se calcula que en el
ajedrez el número de posiciones aceptables en una partida se mueve entre 10 y
10, mientras que, como hemos visto, aquí posiciones y movimientos sensatos se
cuentan con los dedos de una mano. Pero hay algo en esa fijación con el ajedrez
que remite al cogollo de la teoría del poder político de Pablo Iglesias,
concebido precisamente como una disputa entre soberanos y príncipes, como un
espacio vacío que ha de ocupar una u otra elite para darle un uso ad
libitum imperatoris.Hay algo más que retórica en el recurso a la malograda
locución del compromiso histórico, que en su versión original se tradujo en la
autoinmolación del PCI de Berlinguer en el altar de la austeridad frente a las
demandas sociales y la represión despiadada de aquel antepasado del 15M que fue
el movimiento del 77. Hay la convicción de que existe una autonomía de lo
político (del Estado de partidos, de la clase política, de los parlamentos)
respecto a la potencia compuesta de los contrapoderes sociales y ciudadanos, y
que en última instancia la suerte del cambio político se ventila en las jugadas
maestras de ese intelectual colectivo que es el Partido (o más bien su
dirección carismática).
Sin embargo, tal y como enseña la propia historia del PCI de Togliatti y
Berlinguer, la autonomía de lo político es siempre para lo peor, a saber: para
la desarticulación de la relación democrática entre el nuevo tipo de
contrapoderes sociales que nace con el 15M, con la PAH, las mareas y el
municipalismo, y el instrumento –solo un instrumento– que permita desbloquear
la entrada de la calle en el parlamento y la transformación de este en una
asamblea subordinada al ejercicio directo del poder constituyente por parte de
las y los ciudadanos. Estamos ante tensiones y ambivalencias que solo empezarán
a aclararse dentro de semanas o meses, cuando el obstáculo Sánchez haya sido
retirado del camino.
Sigue siendo cierto que la estrella polar del cambio político es el
mandato constituyente expresado desde el 15M. Por eso es mucho más urgente
pensar en la secuencia que se abrirá desde la convocatoria de nuevas elecciones
a la gestión del resultado electoral, pasando por la ampliación y la
radicalización democrática de las confluencias y su reflejo en la elección de
las candidaturas y la construcción de los programas políticos. Se tratará
entonces de plantear una oferta de gobierno radicalmente democrático, que mire
tanto a las sedes europeas de la dictadura comisaria como a la participación
real (molesta, por lo tanto) de la ciudadanía en la definición y organización
del proceso o los procesos constituyentes en el todavía Reino de España.
Construir la invencibilidad
Sun Tzu repara en los preparativos de la victoria y recuerda que el
ejército victorioso solo entra en combate después de haber conseguido la
victoria, dicho de otra manera, que la invencibilidad depende de uno mismo
mientras que la vulnerabilidad corresponde al enemigo. Seguramente Pablo
Iglesias ha reparado en ello y no olvidará que con las nuevas elecciones se
trata de construir, en común, la invencibilidad de las fuerzas del cambio al
margen de golpes de genio ajedrecístico. Yanis Varoufakis ha expresado su
preocupación ante la posibilidad de un pacto de gobierno con los socialistas.
Tal vez sea porque él, el especialista de la teoría de juegos, salió muy
escaldado de la disputa con la bestia del Eurogrupo.
El 15M abre el periodo del juego del go, que desplaza esa fantasía de
una justa viril entre soberanos que se disputan un poder vacío. Por el
contrario, en el go se trata de la ocupación y la hegemonía del y en el espacio
de lo político mediante los movimientos distribuidos de una multitud de fichas
iguales (de gotas, de personas, de ciudadanos), hasta impedir al adversario el
ejercicio eficaz de sus poderes determinantes, hasta rodearlo y paralizarlo. La
estrategia pertenece a la multitud ciudadana, y la forma del asedio consiste en
la expansión y articulación eficaz de la participación y la radicalización
democrática de los subalternos. Algo muy distinto del rol de público en los
torneos de los grandes maestros del escaque.
(fuente: www.blog.publico.es