Macri y el deseo de “normalidad” // Diego Sztulwark
El último acto
contra-cultural a escala de multitudes nacionales ocurrió durante la noche del
19 diciembre de 2001, cuando la gente salió a la calle, sin más articulación
simbólica que la que emana de la decisión de poner freno a la barbarie, dejando
los televisores encendidos hablándole a las paredes de sus hogares. Ese último
rapto contra-cultural, por obvias razones nunca apreciado por los gobiernos
posteriores, será –seguramente- revalorizado ahora incluso, por quienes durante
estos años identificaron aquel diciembre sin más con el infierno. Ya sin ese
tipo de interferencia podemos retomar aquel hilo rojo para ver si tirando de él
encontramos las claves para enfrentar esta Cultura oficial que, ahora sin
estorbos de ninguna clase, se muestra íntegramente como lo que es: la
coordinación gerencial de los aparatos del tecnocapitalismo comunicacional y
financiero.
Si Macri es la Cultura hoy
¿Estamos ante una
mera coordinación gerencial o ante una contra ofensiva política? Según el gran
pensador de lo político Carl Schmitt el secreto de todo orden jurídico válido
es la fuerza decisional soberana sobre la excepción. Sin esa intervención
normalizadora no existe situación “normal”. ¿Es Macri el inadvertido príncipe
que avanza, creando fuerza de ley declarando la excepción, sin dar respiro a
sus enemigos?
Si la Cultura
macrista es banal lo es por lo redundante de su estructura: sólo el deseo de
orden legitimará el orden. Si esta estructura no es trivial es porque parece
conectar con un deseo de normalidad tras el quiebre de 2001. Licenciando al
kirchnerismo como fuerza normalizante de la crisis, el macrismo nos muestra
algo que sólo veíamos como entre la neblina: la fuerza y la masividad de
ese deseo normalizante; el contenido mercantil e intolerante con cualquier
vestigio de la crisis que tiene esa Voluntad de Normalidad; la mutación
profunda que podría sobrevenir si el macrismo es exitoso en la canalización de
ese deseo, llevándose puesto tanto al peronismo como al social-liberalismo; el
carácter real de enfrentamiento entre deseo de normalidad y
subjetividades de la crisis que subsiste por debajo de esa exitosa trasposición
comunicacional llamada la “grieta”.
La “grieta” es una
de las expresiones de la Cultura. Logra transmutar lo perdurable del
enfrentamiento social en una coyuntura de polarización exacerbada entre kirchneristas
y antikirchneristas. Como si el kirchnerismo fuese la crisis misma, y no un
modo diferente de normalizarla. Es tan apabullante el consenso cultural a este
respecto que ahora pareciera casi natural el intento de conciliar a los
argentinos por medios de técnicas empresariales de “amigabilidad”.
Lo Pérfido no quita lo discutible
Un capítulo
esencial de esta instalación cultural es la disputa por los juicios a los
genocidas de la última dictadura que comenzó con el primer amanecer del
flamante presidente electo – y la escritura a cargo de la editorial de La Nación–.
El problema de los
juicios a los genocidas no se reduce en lo mas mínimo a un problema de justicia
histórica. Abarca de modo estructural a nuestro presente. El juicio de la trama
de responsabilidad represiva corporativo-militar lleva, si nadie se le
interpone, a la trama económica y espiritual que hizo posible la alianza entre terror
estatal y concentración empresarial como núcleo constitucional duro de la Argentina
actual, la kirchnerista incluida. La conexión entre ese terror y este presente
guarda la clave de esta cultura banal que hoy nos agobia: sólo la presencia de
contrapoderes efectivos logra evitar que aquello que estructura las relaciones
sociales no estructure también el psiquismo. ¿De dónde nace, sino, la
intensificación del racismo y del patriarcalismo que vimos crecer la última
década hasta devenir hoy, ya sin inhibiciones, en Cultura Oficial sin
eufemismos?
Jorge Lanata y Lo Pérfido desean ahora revisar
el número de treinta mil desaparecidos ofrecido por los organismos de derechos
humanos. Se trata de un revisionismo que no lleva al perfeccionamiento sino al desmonte
de los instrumentos de investigación –verdad y justicia- sobre el proyecto y
los crímenes de la dictadura. De otro modo no se dedicarían a denigrar todo
esfuerzo por establecer hasta el final las coordenadas de la acción genocida:
campo por campo, desaparecido por desaparecido, para profundizar en la red
íntegra del terror corporativo militar de aquellos años, conociendo al detalle
la acción de cada fuerza, de cada miembro de la
jerarquía de la iglesia católica, de cada una de las grandes empresas que
participó de la toma de decisiones durante la dictadura.
Claro que para seguir
profundizando en ese camino habría que hacer justo lo contrario de lo que se
hace: en lugar de desmantelar -como están haciendo ahora mismo- el área del
Banco Central que investiga derechos humanos y finanzas (durante la última dictadura
y con proyección al presente) habría que aumentarle los recursos. En vez de
bastardear a quienes protagonizan estos esfuerzos (Lanata escribió que las
madres y abuelas se “prostituyen”; Levinas acusa al perro de “doble agente” al
amparo del “filósofo” Alejandro Katz; quienes investigan delitos financieros de
la dictadura son “ñoquis de la Cámpora”) habría que ampliarles los apoyos. En
lugar de pedirle al gobierno que revise los juicios -como hizo hace unos días
el historiador Romero (h)- debería mas bien haberse sumado a la comisión votada
por el congreso para investigar a las principales 25 empresas del país por su
rol en la dictadura. Lo Pérfido mismo, integrante del grupo de franjistas
morados -sushis- que apoyó desde "la cultural" la acción de De la Rua
durante diciembre de 2001 podría haber ofrecido los recursos públicos que
maneja para organizar una auténtica discusión sobre cómo pensar desde hoy la
dictadura. Si todo esto no ocurre, si no quieren discutir en serio la dictadura
es porque lo que les interesa –¡también a nosotros!- es el presente. Sólo que
para ellos este presente es, se ha dicho ya, de pura restauración: es decir, de
pura rehabilitación de un extendido orden empresarial con un estado
profesionalizado –también en lo represivo- a su íntegro servicio.
Lo vemos en la
declaración de la emergencia de seguridad cuya eficacia real -el discurso del
narcotráfico- es aumentar la mierda represiva en los barrios (lo mismo a lo que
nos tenía acostumbrado la bonaerense de Scioli, pero ahora con renovada
legitimidad ordenancista). Lo vemos ahora mismo en Jujuy.
En el fondo, el
problema de la última dictadura, es el
de cómo trata la sociedad la intensificación de sus conflictos reales, en un
país que cuyos mejores momentos fueron determinados más por ciclos
insurreccionales (1945-1969-2001) que por los líderes que supieron gobernar las
crisis por ellos producida. En otras palabras: lo otro de lo banal (la idea de
que el lazo social se organiza en torno a tres significantes: gestión
empresarial; seguridad policial; fe en el futuro), de ese deseo de “normalidad”
que por sí mismo alcanza para generar consensos incuestionables, es la
crisis.
De la Voluntad de la Inclusión a la de
Normalidad
Del 2003 para acá
se ha perdido el punto de vista propio de la crisis. La crisis fue vista sólo
como lo negativo a superar. Durante el kirchnerismo esa superación fue
concebida a partir de una Voluntad de Inclusión. Voluntad que saca de nosotros
lo mejor –activa un deseo de igualdad- y lo peor –media ese deseo por una
distancia jerárquica del tipo víctima/emancipador. En muchos casos, bajo esa
Voluntad de Inclusión actuaba ya un deseo de normalidad. Deseo de orden que
ahora desiste de toda buena voluntad para aparecer desnuda e intolerante como
puro apego al poder. Es la mayor apropiación ordenancista de la crisis que
pudiéramos imaginar, porque contiene en sí misma los componentes conservadores distribuidos
en el sistema político en su totalidad.
Esa Voluntad de
Normalidad se apropia de la crisis –que no ha desaparecido, aunque por el
momento sea confinada, arrinconada, en la periferia del sistema Cultural- por
medio de una experiencia de la disociación y del tiempo. Se hace de la crisis
algo que “puede ocurrir” en un futuro lejano o próximo y no algo que está
ocurriendo ya mismo, que no ha dejado de ocurrir. La crisis como amenaza
fundamenta desde siempre el juego del temor y la esperanza, del premio y del
castigo. Todo está permitido menos asumir corporalmente las intensidades de la
crisis actual.
El fascismo
postmoderno no odia al progresismo, al peronismo ni a las izquierdas, sino a
los sujetos de la crisis. A todo aquello que se esconde tras las fronteras. A
todas aquellas pulsiones que intentan quebrarlas. De ahí que lo “juvenil” se haya
convertido en significante en disputa. Lo “joven” legitima por sí mismo la
Cultura, tanto como lo “nuevo”. Es el máximo de legitimidad de lo banal dejado
a sus anchas. Joven es, para la cultura, aquel a quien se le atribuye, en
virtud de los años por vivir que arbitrariamente se le suponen, potencial de
innovación. Semilleros del sistema. Son los jóvenes que vemos en los medios.
Otra transposición Cultural. Porque la juventud como figura de la crisis es lo
más hondamente amenazado. La juventud de un tiempo sin crisis glorifica las
estructuras de la Cultura renunciando de antemano a vivir el espacio social
como algo fracturado, como la escena de un drama que pide estallar, para dar
lugar a nuevas relaciones. ¿Es posible considerar joven a quien interioriza el
mundo de ese modo?, ¿no es la interioridad del espacio exterior en el tiempo ya
vivido signo eminente de la vejez? Nada corre más peligro hoy que el impulso
joven de rechazar la estructura que esconde lo Cultural.
Si la crisis no estuviera ahí
El punto de vista
de la crisis desnaturaliza al máximo las jerarquías, y transversaliza tanto la
rabia como la estrategia. Pasó con la lucha por los derechos humanos y los
movimiento que luchaban contra el genocidio neoliberal de fines de los años 90.
El abandono de ese punto de vista, que la Cultura de lo Normal fomenta, supone
la desconexión y la generalizada insensibilización. El campo social vuelve a
reducirse a lo familiar, incluso en el terreno de los derechos humanos.
El problema,
entonces, no es tanto cómo pensar lo generacional, sino cuánto tardamos
en comprender que sin el protagonismo de la fuerza de la crisis –del trabajo
sumergido; de los pliegues de lo barrial; de las contra-sensibilidades
micropolíticas- sólo queda la más dolora humillación.