Deleuze y Guattari se explican...
Realizada
a mediados de junio de 1972, apenas publicado El Anti-Edipo (Capitalismo y
esquizofrenia I), esta mesa redonda fue organizada para el número 143 de La
Quinzaine Littéraire. El director de esta revista, Maurice Nadeau, y el filósofo (y gran amigo de Deleuze) François Chatelet propusieron esta mesa
para confrontar a Deleuze y a Guattari con algunos reconocidos representantes
de diversas disciplinas: Roger Dadoun
y Serge Leclaire (psicoanálisis), Henri Torrubia (psiquiatría), Raphaël Pividal (sociología) y Pierre Clastres (antropología, que los
franceses gustan llamar «etnología»).
Maurice
Nadeau.- Aunque Gilles
Deleuze y Félix Guattari
desearían que esta discusión comenzara con las preguntas, les pedimos que, en
primer lugar, expongan brevemente la tesis de su libro y, a continuación, que
nos digan de qué manera se ha efectuado su colaboración.
Félix
Guattari.- Esta colaboración no es el resultado de un
simple encuentro entre dos individuos. Al margen de las circunstancias
particulares, ha sido todo un contexto político lo que nos condujo a ella. Al
comienzo, se trataba menos de poner en común un saber acumulado que de poner en
común nuestras incertidumbres, e incluso cierto desasosiego ante el giro que
habían tomado los acontecimientos de Mayo del 68.
Formamos parte de una
generación cuya conciencia política nació con el entusiasmo y la ingenuidad de
la Liberación, con su mitología conjuradora del fascismo. Y las cuestiones que
dejó en suspenso esa otra revolución abortada que fue Mayo del 68 se han desarrollado,
para nosotros, como un contrapunto perturbador que nos inquieta, como a muchos
otros, y nos preocupa por lo que nos deparará el futuro inmediato, que muy bien
podría entonar los himnos de un fascismo de nuevo cuño que nos haga añorar el
de los viejos tiempos.
Nuestro punto de
partida fue considerar que, en los períodos cruciales, algo del orden del deseo
se manifiesta a escala del conjunto de la sociedad, algo que después es
reprimido, liquidado, tanto por las fuerzas del poder como por los partidos y
sindicatos que se dicen obreros y, hasta cierto punto, por las propias
organizaciones izquierdistas.
¡Y, sin duda, habría
que remontarse mucho más atrás! La historia de las revoluciones traicionadas,
la historia de la traición del deseo de las masas puede identificarse,
prácticamente, con la historia del movimiento obrero en sentido estricto. ¿De
quién fue la culpa? ¡De Beria, de Stalin, de Kruschev... Que no eran bueno el
programa, la organización, las alianzas... Que no se habían leído bien los textos
de Marx... ¡No hay duda de todo eso! Sin embargo, la evidencia desnuda
permanece: la revolución era posible, la revolución socialista estaba al
alcance de la mano, existe indiscutiblemente [vraiment], no es un mito que las
transformaciones de las sociedades industriales hayan vuelto inconsistente.
Bajo ciertas
condiciones, las masas expresan su voluntad revolucionaria, sus deseos barren
todos los obstáculos, abren horizontes desconocidos, pero los últimos en darse
cuenta son las organizaciones e individuos que se supone que las representan.
¡Los dirigentes son traidores! ¡Es evidente! Pero ¿por qué los dirigidos
continúan escuchándolos? ¿No será consecuencia de una complicidad inconsciente,
de una interiorización de la represión, que opera en escalones sucesivos, del Poder a los
burócratas, de los burócratas a los militantes y de los militantes a las
propias masas? Lo hemos visto bien tras Mayo del 68.
Felizmente, la
recuperación y el lavado de cerebro no prendió en decenas de miles de personas
–quizás más– que ahora están vacunadas contra los actos de las burocracias de
todo tipo y saben responder tanto a las canalladas represivas del poder y de la
patronal como a las maniobras de concertación, de participación, de integración
que se sostienen con la complicidad de las organizaciones obreras
tradicionales.
Hay que reconocer
que, hasta ahora, las tentativas de renovación de las formas de lucha popular
no han logrado desprenderse todavía del aburrimiento y de un excursionismo
revolucionario del cual hay que decir, como mínimo, que no se preocupa
especialmente por una liberación sistemática del deseo. «¡El deseo, siempre el
deseo, no se quitan esa palabra de la boca!» Esto termina por irritar a la
gente seria, los militantes responsables. Desde luego, no se nos ocurriría
recomendar que se tome en serio al deseo. Más bien habría que minar el espíritu
de seriedad, empezando por el dominio de las cuestiones teóricas. Una teoría
del deseo en la historia no debería presentarse como algo muy serio. Y, desde
este punto de vista, acaso El Anti-Edipo todavía sea un libro demasiado serio,
demasiado intimidatorio. El trabajo teórico tendría que dejar de ser asunto de
especialistas. El deseo de una teoría y sus enunciados deberían ir más ligados
a los acontecimientos y a la enunciación colectiva de las masas. Para llegar a
eso, habrá que forjar otra raza de intelectuales, otra raza de analistas, otra
raza de militantes, en y por las que los diferentes géneros se mezclen y se
fundan unos con otros.
Partimos de la idea de
que no había que considerar el deseo como una superestructura subjetiva más o
menos eclipsada. El deseo no cesa de trabajar la historia, aun en sus peores
períodos. Las masas alemanas llegaron a desear el nazismo. Después de Wilhelm
Reich, no podemos evitar enfrentarnos a esta verdad. En ciertas condiciones, el
deseo de las masas puede volverse contra sus propios intereses. ¿Cuáles son
esas condiciones? Ésa es toda la cuestión.
Para responderla, nos
pareció que no era suficiente enganchar un vagón freudiano al tren del
marximo-leninismo. Ante todo, hay que deshacerse de la jerarquía estereotipada
entre una infraestructura económica opaca y las superestructuras sociales e
ideológicas concebidas de tal manera que rechazan [refoulent] las cuestiones
del sexo y de la enunciación hacia el lado de la representación, lo más lejos
posible de la producción. Las relaciones de producción y de reproducción
participan al mismo tiempo de las fuerzas productivas y de las estructuras
anti-productivas. Se trata de hacer pasar el deseo hacia el lado de la
infraestructura, hacia el lado de la producción, mientras se hace pasar la
familia, el yo y la persona hacia el lado de la anti-producción. Es el único
medio de evitar que lo sexual no quede definitivamente arrancado [coupé] de lo
económico.
Existe, según
nosotros, una producción deseante que, antes de toda actualización en la
división familiar de los sexos y de las personas, y antes de toda división
social del trabajo, inviste las diversas formas de producción de goce [jouissance]
y las estructuras emplazadas para reprimirlas. Bajo regímenes diferentes, es la
misma energía deseante que encontramos sobre la cara revolucionaria de la
historia, con la clase obrera, la ciencia y las artes, y que reencontramos
sobre la cara de las relaciones de explotación y de poder estatal, en tanto que
ambas presuponen una participación inconsciente de los oprimidos.
Si es verdad que la
revolución social es inseparable de una revolución del deseo, entonces la
pregunta se desplaza: ¿en qué condiciones la vanguardia revolucionaria podrá
liberarse de su complicidad inconsciente con las estructuras represivas y
deshacer las manipulaciones que el poder realiza con el deseo de las masas
hasta conseguir que lleguen a «luchar por su servidumbre como si luchasen por
su salvación»? Si la familia y las ideologías familiaristas desempeñan, como
pensamos, un papel nodal en este asunto, entonces ¿cómo evaluar la función del
psicoanálisis, que fue el primero en abrir estas preguntas e igualmente el
primero en clausurarlas promoviendo el mito moderno de la represión
familiarista con Edipo y la castración?
Para avanzar en esta
dirección, nos parece necesario abandonar el abordaje del inconsciente a través
de la neurosis y la familia, para adoptar el punto de vista más específico del
proceso esquizofrénico –que tiene poco que ver con los enfermos de hospital– de
las máquinas deseantes.
En consecuencia, se
impone una lucha militante contra las explicaciones reductoras y contra las
técnicas de sugestión adaptativas en forma de triangulación edipiana. Renunciar
a la persecusión [saisie] compulsiva de un objeto completo, símbolo de todos
los despotismos. Deslizarse hacia las multiplicidades reales. Dejar de
enfrentar al hombre y a la máquina, pues su relación es constitutiva del deseo
mismo. Promover otra lógica, una lógica del deseo real, establecer el primado
de la historia sobre la estructura: otro análisis, desprendido del simbolismo y
de la interpretación; y otra militancia, capaz de darse a sí misma los medios para
liberarse de las fantasías del orden dominante.
Gilles
Deleuze.- En cuanto a la técnica del libro, escribir de a
dos no nos ha planteado ningún problema especial, sino que ha desempeñado una
función precisa, de la cual nos fuimos percatando progresivamente [1]. Hay algo
muy chocante en los libros de psiquiatría o de psicoanálisis, y es la dualidad
que los atraviesa, entre lo que dice el supuesto enfermo y lo que dice el
terapeuta sobre él. Entre el «caso» y el comentario o el análisis del caso.
Logos contra pathos: se supone que el enfermo dice algo, y el terapeuta dice
qué es lo que aquello quiere decir en el orden del síntoma o del sentido. Esto
permite todo tipo de aplastamientos [écrasements] de lo que dice el enfermo,
toda una selección hipócrita.
No hemos pretendido
hacer el libro de un loco, sino hacer un libro en el que no hubiera manera de
saber, en donde no importase en absoluto saber, quién hablaba exactamente, si
un terapeuta, un hombre sano, un enfermo presente, pasado o futuro.
Por eso mismo nos
servimos tanto de escritores y poetas: quién podría decir si ellos hablan como
enfermos o como médicos –enfermos o médicos de la civilización–. Extrañamente,
si nosotros conseguimos superar [dépasser] esta dualidad tradicional fue precisamente
porque escribimos de a dos. Ninguno de los dos era el loco, ninguno el
psiquiatra, pero teníamos que ser dos para desatar un proceso [processus] que
no se redujese al del psiquiatra y su loco, ni al del loco y su psiquiatra.
El proceso
[processus] es lo que llamamos el flujo. Pero todavía el flujo era una noción
de la que teníamos necesidad como noción cualquiera, sin cualificar. Quizá un
flujo de palabras, de ideas, de mierda, de dinero, acaso un mecanismo
financiero o acaso una máquina esquizofrénica: supera todas las dualidades. Nos
imaginamos [nous rêvions] este libro como un libro-flujo.
Maurice
Nadeau.- Precisamente, desde el primer capítulo, aparece
esta noción de «máquina deseante», que el profano encuentra oscura y que me
encantaría ver definida. Tanto más cuanto que responde a todo, se basta para
todo.
Gilles
Deleuze.- Sí, damos a la máquina una gran amplitud, en
relación con los flujos. Definimos la máquina como todo sistema de interrupción
[coupure] de un flujo. Así, hablamos tanto de máquinas técnicas, en el sentido
ordinario de la palabra, como de máquinas sociales y de máquinas deseantes.
Para nosotros, «máquina» no se opone ni a hombre ni a naturaleza (hace falta
tener muy mala voluntad para objetarnos que las formas y relaciones de producción
no son cosa de máquinas). Por otra parte, la máquina tampoco se reduce al
mecanicismo. El mecanismo designa ciertos procedimientos de ciertas máquinas
técnicas, o bien una cierta organización del organismo. Pero el maquinismo es
otra cosa: cualquier sistema de interrupción de flujos que supera, al mismo
tiempo, el mecanismo de la técnica y la organización del organismo, sea en la
naturaleza, sea en la sociedad, sea en el hombre.
Por ejemplo, máquina
deseante es todo sistema no orgánico del cuerpo y, en este sentido, hablamos de
máquina molecular o de micro-máquinas. Más precisamente, en relación con el
psicoanálisis: le reprochamos dos cosas al psicoanálisis, el no haber
comprendido lo que es el delirio, ya que no es capaz de ver que el delirio es
la catexis de un campo social [le délire est l'investissement d'un champ
social] tomado en toda su extensión; y el no haber comprendido lo que es el
deseo, ya que no ha visto que el inconsciente es una fábrica y no una escena de
teatro.
¿Qué nos resta, si el
psicoanálisis no comprende nada del delirio ni del deseo? Estos dos reproches
son uno solo: lo que nos interesa es la presencia de las máquinas de deseo,
micro-máquinas moleculares, en las grandes máquinas sociales molares. ¿Cómo
actúan y funcionan las unas en las otras?
Raphaël
Pividal.- Si ustedes definen su libro en relación al
deseo, yo les pregunto: ¿cómo responde este libro al deseo? ¿A qué deseo? ¿A un
deseo de qué?
Gilles
Deleuze.- No es en tanto libro que podría responder al
deseo, sino más bien en función de lo que hay a su alrededor. Un libro no tiene
valor por sí mismo. Siempre los flujos: hay mucha gente que trabaja en una
dirección semejante, en otros dominios. Y están las generaciones más jóvenes:
dudo que en ellas prenda cierto tipo de discurso, tanto epistemológico como
psicoanalítico e ideológico, del que todo el mundo empieza a estar cansado.
Nosotros decimos:
aprovechen a Edipo y la castración, porque no durarán mucho tiempo más [2].
Hasta ahora, se ha dejado tranquilo al psicoanálisis: se atacaba a la
psiquiatría, al hospital psiquiátrico, pero el psicoanálisis parecía intocable,
no comprometido. Intentamos mostrar que el psicoanálisis es peor que el
hospital psiquiátrico precisamente porque funciona en todos los poros de la sociedad
capitalista y no en lugares especiales de encierro. Y que es profundamente
reaccionario en su práctica y en su teoría, y no solamente en su ideología. Y
que cumple funciones precisas.
Félix dice que
nuestro libro se dirige a personas que tienen ahora entre siete y quince años.
En sentido ideal, porque de hecho es todavía demasiado difícil, demasiado culto
y comporta demasiados compromisos. No hemos sabido hacer algo lo
suficientemente directo y claro. En cualquier caso, quiero subrayar que el
primer capítulo, que pasa por ser muy difícil para lectores favorables, no
supone ningún conocimiento previo [3]. En todo caso, si un libro responde a un
deseo, lo hace en la medida en que haya ya mucha gente que esté harta de cierto
tipo de discurso ordinario, y por tanto en la medida en que participe de cierto
reagrupamiento de los trabajos, con resonancias entre trabajos y deseos. En
suma, un libro no puede responder a un deseo más que políticamente, fuera del
libro. Por ejemplo, una asociación de usuarios furiosos del psicoanálisis no
estará mal para comenzar.
François
Châtelet.- Lo que me parece importante es la irrupción de
un texto así entre los libros de filosofía (porque este libro está pensado como
un libro de filosofía). Pues El Anti-Edipo rompe con todo. Ante todo de una
manera externa, por la «forma» del propio texto: se pronuncian «malas palabras»
desde la segunda línea, como por provocación. Al principio creemos que eso no
va durar, pero se mantiene. Nunca se trata más que de eso: «máquinas acopladas»,
y las «máquinas acopladas» son singularmente obscenas o escatológicas.
Además, esta
irrupción me dio la sensación de ser materialista. Hacía mucho tiempo que no
nos pasaba algo así. Hay que decir que la metodología empieza a cagarnos la
vida [Il faut bien dire que la méthodologie, ça commence à nous emmerder]. Con
el imperialismo de la metodología se echa a perder todo trabajo de
investigación y de profundización. He caído en esa trampa y hablo con
conocimiento de causa. En suma, si digo que se trata de una irrupción
materialista es porque pienso en Lucrecio. No sé si esto los halaga mucho o
poco.
Gilles
Deleuze.- Si fuera verdad, sería perfecto. Sería
maravilloso. En todo caso, no hay ningún problema metodológico en nuestro
libro. Ningún problema de interpretación, tampoco: porque el inconsciente no
quiere decir nada, porque las máquinas no quieren decir nada, se contentan con
funcionar, producir y estropearse, porque nosotros investigamos [cherchons]
únicamente cómo algo funciona en lo real.
Tampoco hay problema
epistemológico alguno: no queremos en lo más mínimo un retorno a Freud o a
Marx; si nos dicen que comprendimos mal a Freud, no lo discutiremos, diremos
que no nos importa, ¡con la cantidad de cosas que hay que hacer! Es curioso que
la epistemología haya encubierto siempre una instauración de poder, una
organización de poder, una especie de tecnocracia universitaria o ideológica.
Nosotros tampoco creemos en ninguna especificidad de la escritura o del
pensamiento.
Roger
Dadoun.- Hasta ahora, la discusión se ha desarrollado
–por emplear una dicotomía fundamental de la interpretación– a nivel «molar»,
es decir, al nivel de los grandes conjuntos conceptuales. No hemos sido capaces
de dar el paso que nos conduciría al nivel «molecular», es decir, a los
micro-análisis gracias a los cuales realmente podríamos concebir la forma en
que ustedes han «maquinado» su trabajo. Ello sería particularmente precioso
para el análisis –¿sería esto un esquizoanálisis?– de los engranajes políticos
del texto. Nos gustaría mucho saber, en concreto, cómo el fascismo y Mayo del
68, «yeites» dominantes del libro, han intervenido –no «molarmente», lo que
sería demasiado trivial, sino «molecularmente»– en la fabricación de su texto.
Serge
Leclaire.- Justamente tengo la impresión de que el libro
está maquinado de tal forma que toda intervención «a nivel molecular» será digerida
por la máquina del libro.
Creo que su
intención, que acaban de confesar, de lograr «un libro del que toda dualidad
quedase suprimida» se ha conseguido de una forma que supera sus expectativas.
Esto coloca a sus interlocutores en una situación que les deja, a poco
clarividentes que sea, una única oportunidad: la de ser absorbidos, digeridos,
arrasados y, en suma, anulados en cuanto tales por el admirable funcionamiento
de esa máquina.
Con todo, hay una
dimensión que me inquieta, y sobre la que querría preguntarles, y es ésta:
¿cuál es la función de este libro-máquina, dado que también parece, de entrada,
ser perfectamente totalizante, absorbente, de una naturaleza integradora capaz
de absorber todas las cuestiones intentáramos proponerle? Desde el comienzo
parece poner al interlocutor en situación de inmovilidad, en el mismo momento
en que habla y plantea una pregunta.
Hagamos la
experiencia a continuación, si les parece bien, para ver lo que pasa.
Una de las piezas
esenciales de la máquina deseante, si los he comprendido bien, es «el objeto
parcial» que, para alguien que todavía no ha logrado deshacerse por completo
del uniforme psicoanalítico, evoca un concepto psicoanalítico, a saber, el
concepto kleiniano de objeto parcial. Incluso aunque se pretenda, como ustedes
pretenden no sin humor, «burlarse de los conceptos».
En esta utilización
del objeto parcial, como pieza esencial de la máquina deseante, hay algo que me
parece muy importante: cuando ustedes intentan «definirlo», dicen que el objeto
parcial sólo se puede definir positivamente. Esto es lo que me asombra. En
principio, ¿en qué difiere, esencialmente, la cualificación positiva de la
imputación negativa que denuncian?
Y sobre todo: la
menor experiencia psicoanalítica muestra que el objeto parcial no puede
definirse más que «diferentemente» y «con respecto al significante».
Aquí la «máquina» de
ustedes no puede, hay que decirlo, más que «perder» [manquer] su objeto (¡he
aquí la carencia [manque] prohibida que reaparece!): por mucho que esté escrito,
como un libro, se ofrece a modo de un texto sin significante que diría la
verdad de la verdad, lisa y llanamente adherido a un supuesto real. Como si tal
cosa fuera posible sin distancia ni mediación. Cuidadosamente expurgado (en su
intención) de toda dualidad. Sea. Una máquina de esta clase puede cumplir una
función; habrá que juzgarla por sus usos. Pero en lo que respecta al deseo, en
relación con el cual pretende superar al psicoanálisis, aportando a la sociedad
una buena nueva, no puede, repito, más que perder su objeto.
Creo que ustedes
mismos desactivan subrepticiamente su máquina deseante, que sólo debería
funcionar estropeándose, o sea a partir de sus fallas, de sus averías, de sus
fracasos: a partir de un objeto «positivo», de la ausencia de toda dualidad y
de toda «carencia», la máquina funciona como... ¡como un reloj suizo!
Félix
Guattari.- No pienso que deba situarse el objeto parcial
ni positiva ni negativamente, sino más bien como participante de
multiplicidades no totalizables. Nunca, si no es de forma ilusoria, se inscribe
como referencia a un objeto completo como el cuerpo propio o incluso el cuerpo
fragmentado. Al abrir la serie de los objetos parciales, más allá del seno y de
las nalgas, de la voz y de la mirada, Jacques Lacan subrayó su rechazo a
clausurarlos y a ligarlos [rebattre] al cuerpo. La voz y la mirada escapan al
cuerpo, por ejemplo colocándose progresivamente en adyacencia a las máquinas
audiovisuales.
Dejo de lado aquí la
cuestión de en qué medida la función fálica, según Lacan, en tanto que
sobrecodifica los objetos parciales, no acaba restituyéndoles una cierta unidad
y, al redistribuir entre ellos una carencia, no remite a otra forma de
totalización, esta vez sobre el orden simbólico. Sea como fuere, me parece que
Lacan se ha dedicado siempre a desprender el objeto del deseo de todas las
referencias totalizantes que pudieran amenzarlo: desde el estadio del espejo,
la libido escapaba a la «hipótesis substancialista», y la identificación
simbólica tomó relevancia sobre una referencia exclusiva al organismo;
articulada a la función de la palabra y el campo del lenguaje, la pulsión rompe
el cuadro de las tópicas cerradas sobre sí mismas; mientras la teoría del
objeto «a» puede contener en germen la liquidación del totalitarismo del
significante.
Al volverse objeto
«a», el objeto parcial se destotaliza, se desterritorializa, se aparta
definitivamente de la corporeidad individuada; está en condiciones de desplazarse
[basculer] hacia el lado de las multiplicidades reales y de abrirse a los
maquinismos moleculares de cualquier naturaleza que trabajan [travaillent] la
historia.
Gilles
Deleuze.- Sí, es curioso que Leclaire diga que nuestra
máquina funciona demasiado bien, que es capaz de digerirlo todo. Porque ésa es
exactamente la objeción que se hace contra el psicoanálisis, y es curioso que
sea un psicoanalista quien nos haga este reproche. Digo esto porque mantenemos
una relación peculiar con Leclaire: hay un texto suyo sobre «La realidad del
deseo» [DESCARGAR] que, antes que nosotros, ya iba en el sentido de un
inconsciente-máquina, y que descubría elementos últimos del inconsciente que no
son ni figurativos ni estructurales.
Parece que nuestro
acuerdo no es total, puesto que Leclaire nos reprocha no haber comprendido qué
es el objeto parcial. Dice que no tiene importancia definirlo positiva o
negativamente, pues de todos modos es otra cosa, es «diferente». Pero no es
exactamente la categoría de objeto, ni siquiera parcial, lo que nos interesa.
No es seguro que el deseo tenga que ver con objetos, ni siquiera parciales.
Nosotros hablamos de máquinas, de flujos, de extracciones, separaciones,
residuos. Hacemos una crítica del objeto parcial [4]. Y probablemente tiene
razón Leclaire al decir que no importa que se lo defina positiva o
negativamente, pero tiene razón teóricamente. Porque si se considera el
funcionamiento, si se cuestiona lo que el psicoanálisis hace con el objeto
parcial, cómo lo hace funcionar, entonces ya no resulta tan indiferente saber
si desempeña una función positiva o negativa.
Sea como fuere, ¿no
utiliza el psicoanálisis el objeto parcial para establecer sus ideas de
carencia [manque], de ausencia o de significante de la ausencia, y para fundar
sus operaciones de castración? Es el psicoanálisis quien, incluso cuando invoca
las nociones de diferencia o de diferente, se sirve del objeto parcial de
manera negativa para soldar el deseo a una falta [manque] fundamental. Esto es
lo que reprochamos al psicoanálisis: hacerse una concepción piadosa, con la
carencia y la castración, una suerte de teología negativa que comporta un
llamamiento a la resignación infinita (la Ley, lo imposible, etc.). Es en
contra de esto que proponemos una concepción positiva del deseo, como deseo que
produce, no deseo que carece. Los psicoanalistas todavía son demasiado
piadosos.
Serge
Leclaire.- No recuso su crítica en absoluto sino que,
además, reconozco su pertinencia. Simplemente señalo que parece fundarse sobre
la hipótesis de un real un poco... totalitaria: sin significante, sin defecto,
sin clivaje ni castración. Llevado al límite, uno se pregunta dónde reside la
«verdadera diferencia» que aparece en su escrito, páginas 61 a 99 [5], y que no
ha de situarse, según dicen ustedes... veamos... entre...
Gilles
Deleuze.- ...entre lo imaginario y lo simbólico...
Serge
Leclaire.- ...entre lo real, por una parte, que ustedes
presentan como el suelo, lo subyacente, y algo así como unas superestructuras,
que serían lo imaginario y lo simbólico. Yo pienso que la cuestión de la
«verdadera diferencia» es, de hecho, la que se plantea con el problema del
objeto. Hace un momento, Félix, al referirse a la enseñanza de Lacan (vos lo
trajiste a colación) situaba el objeto «a» en relación al «yo», a la persona,
etc.
Félix
Guattari.- ...la persona y la familia...
Serge
Leclaire.- Pero el concepto de objeto «a», en Lacan, forma
parte de una cuaterna que comprende el significante, como mínimo doble (S1 y
S2) y el sujeto (S barrado). La verdadera diferencia, si tuviéramos que
rescatar esta expresión, se situaría entre el significante, por una parte, y el
objeto «a», por otra.
Comprendo que en
algún caso pueda resultar inconveniente, no sé bien si por razones piadosas o
despiadadas, emplear el término «significante». Pero, sea como fuere, no creo
que en este punto puedan ustedes rechazar una dualidad y promover el objeto «a»
como si se bastase a sí mismo, como lugarteniente de un dios impío. No creo que
ustedes puedan sostener una tesis, un proyecto, una acción o un «cacharro»
[machin] sin introducir en algún momento una dualidad y todo lo que ella
comporta.
Félix
Guattari.- No estoy seguro de que el concepto de objeto
«a» en Lacan sea otra cosa que un punto de fuga, exactamente una huida del
carácter despótico de las cadenas significantes.
Serge
Leclaire.- Lo que a mí me interesa en mayor medida, y lo
que intento articular de una forma obviamente distinta de la de ustedes, es
saber cómo el deseo se despliega en la máquina social. Pienso que no podemos
prescindir de un enfoque preciso de la función del objeto. Habría que precisar
sus relaciones con los demás elementos en el juego de la máquina, elementos
propiamente «significantes» (simbólicos e imaginarios, si ustedes quieren).
Estas relaciones no existen en un solo sentido, es decir, los elementos
«significantes» tienen efectos de retorno sobre el propio objeto.
Si queremos
comprender algo de lo que pasa, del orden del deseo, en la máquina social,
hemos de atravesar este desfiladero que constituye por ahora el objeto. No es
suficiente afirmar que todo es deseo, sino que hace falta decir cómo funciona.
Finalmente, añadiría otra pregunta: ¿para qué sirve su «cacharro»?
¿Qué relación puede
establecerse entre la fascinación por una máquina sin fallos y el aliento
auténtico de un proyecto revolucionario? Ésta es la pregunta que les hago, a
nivel de la acción.
Roger
Dadoun.- La «máquina» de ustedes, ese «cacharro», en
todo caso, funciona [ça marche]. Funciona muy bien en literatura, por ejemplo,
para los flujos o la circulación «esquizo» en el Heliogábalo de Artaud;
funciona para avanzar en el juego bipolar –esquizoide/paranoide– de un autor
como Romain Rolland; funciona para un psicoanálisis del sueño, del sueño de
Freud conocido como «de la inyección de Irma», que es teatro casi en el sentido
técnico del término, con su puesta en escena, su primer plano, etc., es cine.
Habría que ver también cómo funciona en el caso de los niños...
Henri
Torrubia.- Como trabajo en un servicio de psiquiatría,
quisiera ante todo poner el acento en uno de los puntos nodales de sus tesis
sobre el esquizo-análisis. Ustedes afirman, con argumentos que para mí son muy
esclarecedores, la primacía de la catexis social y la esencia productiva y
revolucionaria del deseo. Esto subleva tales problemas teóricos, ideológicos y
prácticos que ustedes tendrán que enfrentarse a una verdadera indignación
defensista.
Sabemos, en cualquier
caso, que emprender una psicología analítica en un establecimiento
psiquiátrico, sin la posibilidad de que cada uno ponga constantemente en
cuestión la red institucional en sí misma, o bien es esfuerzo perdido, o bien,
en el mejor de los casos, no nos llevará demasiado lejos. Dada la coyuntura
actual, tampoco se puede ir muy lejos. Por tanto, cuando emerge un conflicto
esencial en cualquier parte, cuando algo se estropea [détraque] –y esto indica
precisamente que algo del orden de la producción deseante puede aparecer y que,
bien entendido, pone en cuestión el campo social y sus instituciones–, vemos
cómo se producen reacciones de pánico y se organizan las resistencias. Estas
resistencia adoptan formas diversas: reuniones de síntesis, de coordinación,
puestas a punto, etc., y, más sutilmente, la interpretación psicoanalítica
clásica con su efecto habitual de aplastamiento [écrasement] del deseo tal como
ustedes lo conciben.
Raphaël
Pividial.- Serge
Leclaire, usted ha hecho varias consideraciones algo desoladas con respecto
a lo que dice Guattari. Porque el libro plantea de una manera fundamental la
práctica del análisis, que es vuestro oficio en algún sentido, y usted ha
enfocado el problema de manera parcial. No se ha hecho cargo de ese planteo más
que ahogándolo en su propio lenguaje, que es el de las teorías que usted ha
desarrollado y en las cuales usted privilegia el fetichismo, es decir, precisamente, lo parcial. Usted se refugia en
este tipo de lenguaje para llevar a Deleuze y Guattari a cuestiones de detalle.
Pero acerca de lo que en El Anti-Edipo concierne al nacimiento del Estado, al
papel del Estado, a la esquizofrenia, usted no dice nada. De vuestra propia
práctica cotidiana, usted no dice nada. Por supuesto, no es que se le acuse a
usted, a Serge Leclaire, pero es que
hace falta responder sobre este punto: las relaciones del psicoanálisis con el
Estado, con el capitalismo, con la historia, con la esquizofrenia.
Serge
Leclaire.- Estoy de acuerdo con la mirada que usted
propone. Si insisto en el punto preciso relativo al objeto es para poner en
evidencia, mediante un ejemplo, el tipo de funcionamiento de la máquina que se
ha producido.
Dicho esto, no
rechazo enteramente la crítica de Deleuze y Guattari respecto del repliegue,
del aplastamiento del descubrimiento psicoanalítico, del hecho de que no se
haya dicho nada o casi nada de lo concerniente a las relaciones entre la
práctica analítica o la esquizofrenia con el campo político o el campo social.
Pero no es suficiente manifestar la intención de hacer esa crítica. Hay que
conseguir hacerla de manera pertinente. Nuestros dos autores lo han intentado,
y es su tentativa lo que hoy discutimos aquí.
Simplemente he dicho,
y lo repito, que el abordaje correcto del problema pasa, según me parece, por
un desfiladero extremadamente preciso: el lugar del objeto, la función de la
pulsión en una formación social.
Sólo me gustaría
hacer una observación a propósito del «esto funciona» [ça marche], esgrimido
como argumento a favor de la pertinencia de la máquina o del libro en cuestión.
¡Claro que funciona! Yo diría que también para mí, en cierto sentido, funciona.
Se puede constatar que cualquier práctica teóricamente pertrechada tiene su
oportunidad, en un primer momento, de funcionar. Esto no es en sí mismo un
criterio.
Roger
Dadoun.- El problema principal que plantea su libro es
ciertamente éste: ¿cómo funcionará políticamente?, puesto que ustedes admiten
la política como la «maquinación» principal. Basta con ver la amplitud y la
minuciosidad con la que tratan ustedes acerca del «socius» y, notablemente,
acerca de sus aspectos etnográficos, antropológicos.
Pierre
Clastres.- Deleuze y Guattari, filósofo el primero y
psicoanalista el segundo, reflexionan juntos sobre el capitalismo. Para pensar
el capitalismo, pasan por la esquizofrenia, en la que ven el efecto y el límite
de nuestra sociedad. Y para pensar la esquizofrenia, pasan por el psicoanálisis
edípico, pero como Atila: tras sus pasos no queda gran cosa. Entre ambas pasos,
entre la descripción del familiarismo (el triángulo edípico) y el proyecto de
esquizo-análisis, está el gran capítulo de El Anti-Edipo, el tercero,
«Salvajes, Bárbaros, Civilizados». Ahí está la cuestión esencial de las
sociedades que constituyen el estudio habitual de los etnólogos. ¿Qué hace la etnología?
Ella asegura a la
empresa de Deleuze y Guattari su coherencia, que es muy fuerte, suministrando a
su demostración puntos de apoyo extra-occidentales (al tomar en cuenta a las
sociedades primitivas y a los imperios bárbaros). Si los autores se limitasen a
decir: en el capitalismo, las cosas funcionan así y asá, mientras que en otro
tipo de sociedades las cosas funcionan de manera diferente, no habrían
abandonado el terreno del comparativismo más plano. Pero no es así, porque han
mostrado «cómo funciona de manera diferente». El Anti-Edipo es también una
teoría general de la sociedad y de las sociedades. En otras palabras, Deleuze y
Guattari han escrito sobre los Salvajes y los Bárbaros lo que hasta el presente
los etnólogos no han sido capaces de escribir.
Es totalmente cierto
(aunque no estuviera escrito, se sabía) que el mundo de los Salvajes es el
lugar de la codificación de los flujos: nada escapa al control de las
sociedades primitivas, y, si se produce un desliz –como a veces pasa–, la
sociedad siempre encuentra el modo de bloquearlo. También es verdad que las
formaciones imperiales imponen una sobrecodificación a los elementos salvajes
integrados en el Imperio, pero sin destruir forzosamente la codificación de los
flujos, que persiste en el nivel local de cada elemento. El ejemplo del Imperio
Inca ilustra perfectamente el punto de vista de Deleuze y Guattari. Dicen cosas
muy bellas sobre el sistema de la crueldad como escritura sobre el cuerpo en
los Salvajes y sobre la escritura como modalidad del sistema del terror en los
Bárbaros. Me parece que un etnólogo debería sentirse como en su casa en El
Anti-Edipo. Esto no quiere decir que se vaya a aceptar todo de golpe. Habrá,
previsiblemente, reticencias (como mínimo) ante una teoría que propone sustituir
el estructuralismo del intercambio por el primado de la genealogía de la deuda.
Podemos también preguntarnos si la idea de Tierra no aplasta en cierto momento
a la de territorio. Pero todo esto sólo significa que Deleuze y Guattari no se
burlan de los etnólogos: les plantean auténticas cuestiones, cuestiones que
obligan a reflexionar.
¿Retorno a una
interpretación evolucionista de la historia? ¿Retorno a Marx, más allá de
Morgan? En abosoluto. El marxismo ha sabido tratar con los Bárbaros (modo de producción
asiático), pero nunca supo muy bien qué hacer son los Salvajes. ¿Por qué?
Porque, así como desde la perspectiva marxista era pensable la transición de la
barbarie (despotismo oriental o feudalidad) a la civilización (capitalismo), en
cambio nada permitía pensar la transición del salvajismo a la barbarie. Nada
hay en las máquinas territoriales (las sociedades primitivas) que permita
prefigurar lo que vendrá después: ni castas, ni clases, ni explotación, ni
siquiera trabajo (si el trabajo es esencialmente alienado). ¿De dónde surgen
entonces la Historia, la lucha de clases, la desterritorialización, etc.?
Deleuze y Guattari
responden a esta pregunta, porque ellos sí saben qué hacer con los Salvajes. Y
su respuesta es, a mi modo de ver, el descubrimiento más vigoroso, más
riguroso, de El Anti-Edipo: se trata de la teoría del «Urstaat», el monstruo
frío, la pesadilla, el Estado, que es el mismo en todas partes y que «existió
siempre». Sí, el Estado existe en las sociedades primitivas, incluso en la más
pequeña banda de cazadores nómadas. Existe, pero es conjurado sin cesar, se
impide constantemente su realización. Una sociedad primitiva es una sociedad
que dirige todos sus esfuerzos a impedir que su jefe se convierta en jefe
(puede llegar incluso al asesinato). Si la historia es la historia de la lucha
de clases (en aquellas sociedades en las que hay clases, obviamente), entonces
puede decirse que la historia de las sociedades sin clases es la historia de su
lucha contra el Estado latente, la historia de su esfuerzo por codificar los
flujos de poder.
Ciertamente, El
Anti-Edipo no nos dice por qué la máquina primitiva, aquí o allá, fracasó en
codificar los flujos de poder, esa muerte que sube desde adentro. En efecto, no
hay el menor motivo para que el Estado se realice en el seno del Socius
primitivo, no hay la menor razón para que la tribu permita a su jefe jugar al
jefe (podríamos demostrarlo recurriendo a ejemplos etnográficos). Entonces, ¿de
dónde surge, pues, entero y de una sola pieza, el «Urstaat»? Viene del
exterior, necesariamente, y esperamos que la continuación de El Anti-Edipo nos
diga algo más acerca de esto.
Codificación,
sobrecodificación, descodificación y flujo: estas categorías determinan la
teoría de la sociedad, mientras que la idea del «Urstaat», conjurado o
triunfante, determina la teoría de la historia. Ahí reside un pensamiento
radicalmente nuevo, una reflexión revolucionaria.
Pierre
Rose.-
Para mí, lo que prueba la importancia práctica del libro de Deleuze y Guattari
es que recusa la virtud del comentario. Es un libro que hace la guerra. Se
trata de la situación de las clases trabajadoras y del Poder. El medio es la
crítica de la institución analítica, pero la cuestión no se reduce a eso.
«El inconsciente es
la política», decía Lacan en el 67. El análisis planteaba así su pretensión de
universalidad. Pero, cuando aborda la política, legitima con toda franqueza la
opresión. Éste es el juego de manos por el cual la subversión del Sujeto
supuesto de saber se pliega a la sumisión de la nueva trinidad trascendental de
la Ley, el Significante y la Castración: «la Muerte es la vida del Espíritu,
¿para qué rebelarse?» La cuestión del Poder quedaba borrada por la ironía
conservadora del hegelianismo de derecha que, desde Kojève hasta Lacan, socava
la cuestión del inconsciente.
Esta herencia, al
menos, tenía cierta dirección [tenue]. Acabó con la tradición, aún más sórdida,
de la teoría de las ideologías, que amenaza a la teoría marxista de la Segunda
Internacional, es decir, desde que el pensamiento de Jules Guesde aplastó al de
Fourier.
Los marxistas no
conseguían romper con la teoría del reflejo, o con lo que se ha hecho con ella.
Sin embargo, la metáfora leninista de la «pequeña vida» en la «gran máquina» es
luminosa: la subversión del Poder en las mentes es una transformación que se
produce en todos los engranajes de la máquina social.
La manera en que el
concepto maoísta de «revlución ideológica» rompe con la oposición mecanicista
de la ideología y lo político-económico impide la reducción del deseo a la
«política» (Parlamento y lucha de partidos) y de la política al discurso (del
jefe), restaurando la realidad de una guerra múltiple en múltiples frentes.
Este método es el único que se acerca a la crítica del Estado de El Anti-Edipo.
Queda así excluido que el trabajo crítico que El Anti-Edipo viene a reactivar
pueda convertirse en una operación universitaria, una actividad lucrativa para
los derviches giróvagos [derviches tourneurs] del Ser y del Tiempo. Recobra sus
efectos, conquistados a los instrumentos del poder, sus efectos sobre lo real,
y ayudará en todos los asaltos contra la policía, la justicia, el ejército, el
poder del Estado en la fábrica y fuera de ella.
Gilles
Deleuze.- Lo que Pividal ha dicho hace un momento, lo que
Pierre acaba de decir, me parece adecuado. Lo esencial, para nosotros, es el
problema de la relación de las máquinas del deseo y las máquinas sociales, su
diferencia de régimen, la inmanencia de las unas en las otras. Es decir: ¿cómo
el deseo inconsciente es la catexis [est-il investissement] de un campo social,
económico y político? ¿Cómo la sexualidad, o lo que Leclaire llamaría la
elección de objeto sexuales, expresa esas cargas libidinales [investissements],
que son realmente catexis de flujos? ¿Cómo se derivan nuestros amores de la
Historia universal (y no de papá-y-mamá)? A través de una mujer amada o de un
hombre amado, todo un campo social es investido [investi] y de maneras que
pueden ser muy diferentes. Intentamos mostrar cómo los flujos recorren
diferentes campos sociales, adónde desembocan, cómo se cargan [investis]
(codificación, sobrecodificación, descodificación).
Podría decirse que el
psicoanálisis es quien menos ha contribuido a hacer aflorar este dominio, por
ejemplo con sus ridículas explicaciones del fascismo, cuando intenta derivar
todo a partir de las imágenes del padre y de la madre, o de significantes
familiaristas y piadosos como el Nombre del Padre. Serge Leclaire ha dicho que, si nuestro sistema funciona, ello no
constituye una prueba, porque cualquier cosa puede funcionar. Es muy cierto.
Nosotros lo decimos de este modo: Edipo y la castración funcionan muy bien.
Pero se trata de saber cuáles son los efectos de funcionamiento, a qué precio
funcionan. Que el psicoanálisis aplaca, alivia, que nos enseña una resignación
con la que poder vivir, de eso no hay duda. Pero nosotros decimos que ha
usurpado la reputación de promover, o al menos de participar en, una liberación
efectiva. Ha ocultado los fenómenos del deseo tras una escena de familia, ha
aplastado toda la dimensión política y económica de la libido mediante un
código conformista. Cuando el «enfermo» empieza a hablar de política, a delirar
la política, ¿qué hace el psicoanálisis? Miren lo que hizo Freud con Schreber.
En cuanto a la
etnografía, Pierre Clastres ya lo ha
dicho todo, y en todo caso es, para nosotros, quien mejor lo ha dicho. Lo que
intentamos es poner la libido en relación con un «afuera». El flujo de mujeres
de los primitivos está en relación con un flujo de animales, con los flujos de
flechas. Los guerreros llegan de golpe a la plaza del pueblo, véase La muralla
china [CLICK ACÁ PARA IR AL CUENTO]. ¿Cuáles son los flujos de una sociedad,
cuáles son los flujos capaces de subvertirla, y qué papel desempeña en ello el
deseo? Siempre hay algo que llega a la libido desde el fondo del horizonte, no
desde el interior. ¿No debería la etnología estar, igual que el psicoanálisis,
en relación con ese afuera?
Maurice
Nadeau.- Deberíamos quizá detenernos en este punto si
queremos aprovechar para La Quinzaine un encuentro que ya excede los límites de
su publicación en un solo número de la revista. Agradezco a Gilles Deleuze y Félix Guattari las aclaraciones que nos han brindado a propósito de
una obra llamada sin duda a revolucionar muchas disciplinas y que me parece aún
más importante debido a la perspectiva tan peculiar desde la que sus autores
abordan unos problemas que a todos nos preocupan. Agradezco también a François Châtelet haberse prestado a
organizar y presidir este debate y, no hay que decirlo, a los especialistas que
han tenido la amabilidad de participar en él.
(fuente: http://elantiedipo.blogspot.com.ar/)
NOTAS
1. Para una
descripción detallada del proceso de trabajo conjunto de D&G, ver
«"Nosotros dos" o el entre dos», de François Dosse [DESCARGAR].
2. Lo que no duró
mucho tiempo fue esa confianza en que Edipo se derrumbaría. Ya en 1976, cuando
Rizoma se publica como libro, D&G optan por no discutir más al
psicoanálisis, manifiestamente abrumados y hartos: «Se acabó, después de este
libro no hablaremos más de psicoanálisis» [ir a la versión 1976 de Rizoma].
(Esta promesa será incumplida, ya que la segunda de las Mil Mesetas, «1914 —
¿Uno solo o varios lobos?» será entonces el nuevo texto considerado por D&G
«Nuestro adiós al psicoanálisis».) En 1980, Deleuze declara: «El Anti-Edipo fue
un completo fracaso» [ir a las declaraciones completas]. Y en prefacio a la
edicion italiana de Mil Mesetas escribe: «Soñamos que acabaríamos con Edipo.
Pero era una tarea demasiado grande para nosotros» [ir al prefacio].
3. Esta afirmación es
de una arrogancia notable. El primer capítulo del AE supone, o exige, un mínimo
conocimiento de la crítica de la economía política, de la Crítica de la razón
pura, de la Genealogía de la moral, del caso Schreber... Al menos, si el lector
pretende captar la arquitectura general del proyecto de investigación cifrado
en el libro. Que la primera pregunta directa de la mesa hacia Deleuze y
Guattari sea «qué carajo son las máquinas deseantes» indica una objetiva
dificultad del libro para ser comprendido «sin suponer ningún conocimiento
previo».
4. Esta crítica está
concentrada en los parágrafos quinto y sexto del primer capítulo, «Las
máquinas» y «El todo y las partes» (pp. 42-54).
5. Se trata de las
páginas que van desde una pregunta (retórica) hasta su respuesta (expresa). La
pregunta está en la p. 58 de la edición castellana, apenas comienza el segundo
capítulo del libro: «¿La verdadera diferencia no estará entre Edipo, estructural
tanto como imaginario, y algo distinto que todos los Edipos aplastan y
reprimen: es decir, la producción deseante —las máquinas del deseo que ya no se
dejan reducir ni a al estructura ni a las personas, y que constituyen lo Real
en sí mismo, más a allá o más acá tanto de lo simbólico como de lo imaginario?»
La respuesta está en la p. 89 de la misma edición, al final del cuarto
parágrafo: «La verdadera e innata diferencia no reside entre los simbólico y lo
imaginario, sino entre el elemento real de lo maquínico, que constituye la
producción deseante, y el conjunto estructural de lo imaginario y lo simbólico,
que tan sólo forma un mito y sus variantes. La diferencia no radica entre dos
usos de Edipo, sino entre el uso anedípico de las disyunciones inclusivas,
ilimitativas, y el uso edípico de las disyunciones exclusivas, que este último
uso toma de las vías de lo imaginario o de los valores de lo simbólico.»