El mundo está estallado. Entrevista con Emilio García Wehbi
por Melisa Correa, Javier García,
Carolina Nicora y Sebastián Stavisky
Una obra artística puede ser objeto de análisis en sí mismo, o también
perspectiva desde la cual pensar otros elementos del mundo que la rodean. En
esta entrevista con el actor y director Emilio García Wehbi comenzamos hablando
de su método teatral para continuar con post-dictadura, 2001 y kirchnerismo.
Si tuviéramos que definir el trabajo de
Emilio García Wehbi con una sola palabra, podría ser incomodidad. Aunque,
claro, existen distintas formas de la incomodidad. Está la incomodidad que
paraliza, que deja sin aire y desmaya. En 2007, en el marco de un evento
pretendidamente amigable en el centro Cultural Konex, se presentó una
performance en la que una enfermera le realizaba a García Wehbi una extracción
de sangre durante seis minutos y cuarenta segundos, mientras éste sostenía un
conejo muerto por las orejas y recitaba un poema de Walt Whitman. Entre el
público, una joven no soportó la sangre ni el conejo con la panza abierta, y
cayó desmayada. Los comentarios en los foros no se hicieron esperar. “Esas
cosas no mueven a nadie -decía uno de ellos-. En el medio de gente mostrando
amablemente su trabajo, viene este transgresor de dos pesos a tratar de
escandalizarnos.”
Por otra parte, está la incomodidad que
invita a la ceguera y busca rápidamente esconderse para resguardar a quien la
padece. En 2002, poco después del estallido, García
Wehbi realizó una intervención urbana por la que el centro de la ciudad
amaneció con muñecos hiperreales de personas tiradas en la calle con manchas de
vómito y sangre. Le llamó Proyecto Filoctetes, en alusión al personaje mítico
de Sófocles abandonado en la isla de Lemnos por la pestilencia que emanaba la
podredumbre de su pie mordido por una serpiente. La intervención ya había sido
llevada a cabo antes en Viena, donde, a pesar de haberse informado debidamente
a las autoridades, las ambulancias prendieron sus sirenas y corrieron a
levantar los cadáveres de látex. En Buenos Aires, las respuestas fueron de las
más variadas. Entre darles limosna y una taza de café a ordenar el urgente
retiro de los cuerpos de las puertas de un local de la marca Versace.
Por último, una tercera modulación de la
incomodidad es la que moviliza, punto de partida de la transgresión de las
posiciones fijas. En 2013, en el marco del Festival Internacional de Buenos
Aires, García Wehbi presentó Rey Lear -última parte de una trilogía del
dramaturgo Rodrigo García- en el Teatro Alvear. Sobre el escenario se componía
un mundo inusitado a través de la conexión de elementos que en principio
parecieran no tener nada en común: un perro raza bóxer, una banda tocando Money for all de David Sylvian en clave
punk rock, un castillo inflable gigante, una
guerra de tortazos entre actores en ropa interior, la repartija en medio de la
función de un escrito que las autoridades del festival no permitieron entregar
de manera oficial (“esto es meta-teatro”), una pantalla que proyectaba los
nombres de Bakunin, Goldman, Durruti y otros anarcos. Uno de los espectadores
no toleró permanecer sentado ante tantos estímulos, se acercó al escenario y
lanzó un escupitajo en medio de la función. Cuando nos juntamos con García
Wehbi le preguntamos si aquello formaba parte de la puesta. “Para nada. Si
hubiese sido la obra de otro director que trabaje con otra dinámica, uno puede
dudar y decir: ¡uy!, mirá, está poniendo un tipo que escupe al actor. Pero el
marco de representación de mi propia obra inscribe la posibilidad de que esto
suceda, eso es un emblema de representación porque el accidente ese, que fue
puro accidente, estaría construyendo obra sin dudarlo para mí, pero muchos de
los espectadores que conocían mi obra dudaban de eso, de hecho ustedes me lo
están preguntando.”
A partir de
entrevistas, manifiestos y conferencias tuyas, nos quedó resonando algo que
solés decir acerca de no tener método. ¿Cómo funciona eso?
Este no método en realidad es
un método al mismo tiempo. La frase de cabecera que lo guía es de Godard:
“buscar la imagen lejana y justa”. Lo lejano implica el gesto de la metáfora,
trato de elaborar una idea de distancia, de abstracción, de separación. Es
el primer gesto de la deriva. Y lo justo
implica que hay una imagen que es posible y un montón que no. Distancia pero al
mismo tiempo proximidad. Es ahí para mí
la búsqueda del hecho.
Además trabajo asociando
materiales que a priori no puedo fundamentar. No podría determinar en un
principio por qué los coloco juntos, pero después los someto muy seriamente a
un juicio de familiaridad, que no es juicio de familiaridad por inmediatez, ni
formal, ni conceptual necesariamente. Sólo se trata de que puedan tener algún
vínculo de particularidad, de modo tal que establezcan un posible patrón de
relación múltiple desde la mirada del espectador. A eso lo llamo el camino de
Hansel y Gretel, dejando al espectador las miguitas para que haga un posible
camino. Lo que pasa es que ese camino no es lineal. O sí, pero el recorrido lo
hace el espectador, porque ese camino es múltiple. Es la idea de laberinto.
¿Cuáles son tus preocupaciones para hacer
teatro que van más allá del teatro?
En
principio, todas mis obras, sea cual sea el formato, tienen una mínima
relación. Yo insisto que las estéticas se ven a posteriori, porque si no
pareciera que hay un programa a priori, y en realidad es al revés, uno va
produciendo y después reflexionando, tratando de comprender y completar aquello
que produjo y a partir de ahí, seguir produciendo. Pero siempre es hacia atrás
y no hacia adelante. Y la estética la vas comprendiendo
a lo largo de la marcha, entendiendo cuáles fueron esos núcleos obsesivos, que
en mi caso son la problemática de la muerte, de la violencia, de la estupidez,
el problema de la masa. La política del cuerpo es el medio de expresión, no es
el núcleo del problema, sino que el cuerpo es el campo de batalla de
todos estos elementos: la muerte, la violencia, la normatividad, la idea de
disciplinamiento de ese cuerpo.
Hay algo en
tus obras que pareciera hacer estallar ciertos lugares comunes. ¿Qué cosas en
lo cotidiano sentís que estallan y te
hacen producir obra?
Me nutro de absolutamente
todo. Es decir, para mí no hay categorías, no es más importante Caravaggio que
un cartel publicitario o una pintada en la calle, o que la revista Gente. Tiene
el mismo nivel de potencia de información, no porque uno no pueda diferenciar
entre lo alto y lo bajo. Yo elijo por lo general trabajar con lo bajo para
darlo vuelta y utilizarlo en otro tipo de recursos. En este sentido, cuando
estoy en proceso de creación, que suele ser todo el tiempo, estoy en un proceso
de desgaste continuo. Para mí el proceso de creación no es placentero, sino de
enorme insatisfacción, porque estoy recibiendo todo el tiempo una variedad de
estímulos que se me aparecen en la calle, o cuando
leo un material, o cuando duermo. Tengo una actividad onírica muy intensa y
le doy mucha atención.
Ese estallido entonces se da
porque el mundo está estallado y uno está viendo, percibiendo. Hay un deseo de
buscar materiales para asociar. El riesgo es esa saturación en la que uno está
todo el tiempo, la idea de cansancio y agotamiento. Y, al mismo tiempo, está el riesgo de
aislarse de lo que puede ser la norma o la representación de un sistema, donde
puede aparecer cierta cosa autista.
¿Cómo es tu relación con los
festivales y otras movidas institucionales?
Soy absolutamente
anti-institucional, a no ser que la institución tenga el gesto oximorónico de
liberarse de sí misma. Trato de no cumplir horarios, de no repetir
producciones, como un programa de trabajo de mi propia
naturaleza. Siempre fui muy autogestivo en algún punto, y al mismo tiempo muy
antiacadémico en la construcción de formación. Yo no tengo formación
institucional, no terminé el secundario, lo que no quiere decir que no me haya
formado ni que no me siga formando. A partir de este gesto de
autonomizar el deseo de aprender, de la voluntad de ser enseñado, es que me
construí en esa forma, si se quiere, anárquica. Esto también es una dinámica de
vida que me resulta muy interesante pero al mismo tiempo genera que tenga que
estar todo el tiempo virando, en términos de supervivencia, su futuro en
función de la contingencia, de lo que aparece.
Durante 15 años, casi 20, trabajé en grupo con el
Periférico de Objetos [junto a Daniel Veronese y Ana Alvarado]. Los primeros 10
años había una identidad, una dinámica muy fuerte, una voluntad de entender que
el otro va construyendo algo con uno, algo que no le pertenece a uno solo, sino
a la comunidad de ese grupo. Pero, en determinado momento, la idea del grupo me
empezó a pesar, en el sentido de que aparecen mandatos que se van estableciendo
por los roles que se van fijando internamente
y esa dinámica se empezó a enquistar. El Periférico de Objetos nunca dejó de
ser grato, pero ya estaba agotado porque se reconocían mecánicas, roles.
Además, por lo general a mí me interesa trabajar con
gente joven, porque si hay algo de lo que creo adolece la juventud, desde la
formación del neoliberalismo menemista en adelante, es de un deseo de
aprendizaje. Entonces cuando noto que a gente joven se le activa eso, trato de
incorporarla. Hay un deseo de recuperación de lo joven, del impulso, de la
voluntad, de la energía, de la idea fuerza que tiene la gente joven que para mí
es muy estimulante y me activa.
¿Es posible
ser anti institucional más allá de una declaración de principios?
Cualquier universidad de
teatro o de arte tiene un nivel de mediocridad de la mitad para abajo, y casi
en el piso. Produce y reproduce actores, gente que va a dirigir teatro.
Entonces, de estas instituciones escapo, fugo. Lo que no quiere decir que no
sea profesor en otras, como en una maestría de artes vivas de la Universidad
Nacional de Colombia, en Bogotá. Pero ahí esa maestría tiene una dinámica y un
estallido brutal que uno no puede imaginar que esto exista en una universidad pública
en un país como Colombia. Ahí sí me pongo la camiseta de la institución
anti-institucional. Pero, en general, por lo menos en lo que ha sido mi ámbito,
las instituciones construyen un gesto de represión que pueden, a veces, estar
más abiertos o que pueden implicar una dinámica con un poco más de cuerpo, pero
que en realidad son una pantomima, como el kirchnerismo.
Soy un sujeto post dictadura,
tengo 50 años, pertenezco a la Generación Malvinas, entre lo que fue la
dictadura y la democracia. Pertenezco a una generación que puede mirar el
proceso de la dictadura, la construcción de la lucha armada y la enorme
represión, con la distancia de no haber sido parte pero estar muy próxima. A mi
criterio, es una generación bastante interesante porque no está atravesada por
ningún monumento, pero a la vez tiene la historicidad puesta en el cuerpo, en
algún lugar.
Ya pasé la década alfonsinista, momento de expresión de la democracia,
de un nivel de esperanza inusitado que se derramó muy rápidamente por la
contingencia. La presencia de los milicos era muy fuerte. La proximidad de los
hechos implicaba la imposibilidad de leer la historia de un modo más áspero,
que es lo que podría haber hecho el kirchnerismo y no lo hizo, porque ya
estamos a 30 años y ya podemos empezar a pensar el proceso histórico de un modo
más dinámico, sin por esto hacer una apología de la represión. No estoy
hablando ni por casualidad de esto, para que no se mal interprete, porque rápidamente
la captura del pensamiento progresista te ubica. No
estoy hablando de esta película estúpida, El diálogo, que hizo Héctor
Ricardo Leis con Fernández Meljide. No se trata de esto, sino de reflexionar en
otros campos más complejos.
Volviendo a los ´80, esos años se devalúan muy rápido en función de la
enorme crisis política de la precariedad de la democracia. Gente que se pone a
hacer función pública cuando no tiene la más pálida idea de nada, porque nadie
sabía nada. Los cuadros más importantes habían sido desmembrados, estaban
muertos, desaparecidos o exiliados, y los que
quedaban en condiciones eran personas que no tenía ningún tipo de experiencia
en política de ninguna forma, y son los que empezaron a hacer política. Es
decir, que todo era... muy precario, y rápidamente cae y entra el menemismo.
Bueno, no hace falta ni siquiera que reflexionemos sobre lo que fue. De hecho
no se ha reflexionado lo suficiente sobre las enormes consecuencias que tienen
de acá a cien años las décadas infames del menemismo, con el coletazo de la
Alianza. Yo creo que es inusitado el daño que le ha hecho al país el proceso
menemista.
¿Y por qué creés
que no se ha reflexionado lo suficiente sobre el menemismo y sus consecuencias?
Bueno, ahí es cuando aparece con un gesto de cambio el kirchenerismo.
Durante sus dos primeros años fue muy favorable, una oportunidad que luego, en
cierta forma, se va a despedazar o banalizar. Se
construye una máscara sostenida básicamente en querer recuperar un deseo
de participación de un determinado grupo de actores sociales, pero que en
realidad están absolutamente condicionados y determinados, para mí, por una
mirada oportunista, maquiavélica, económica. Por supuesto que el kirchnerismo
me ha generado infinidad de contradicciones como movimiento, y firmo a ciegas
un montón de leyes y gestos promulgados por él, lo que no quiere decir que no
tenga una mirada profundamente política de este período y de sus derivas.
Hice Los murmullos en el 2002, en el teatro oficial, antes de que asumiera Kirchner.
Era una puesta en crisis de la imagen del desaparecido tal como un santo, una
especie de virgen por izquierda. No se ha pnsado en términos críticos la
problemática de la historia, sino en términos sagrados. Es lo que ha hecho la
monumentalización del kirchnerismo, anulando el pensamiento crítico de la
historia. Cuando tenía la posibilidad histórica de generar un salto hacia
adelante pensándola críticamente, se ha negado sistemáticamente a hacerlo, y
por supuesto que la derecha también, pero ya lo sabíamos eso.
Se trataba de capturar a esa clase media estupidizada,
que es maleable, y darle la opción de poder pensar de algún modo más profundo
las características de la historia. Tiene que ver con lo que es un corte de
estructura política, de comportamientos desde que el país es país, tomando a
Etcheverría con El matadero como el punto inicial de lo que puede ser la
historia literaria o política de un país. En cierta forma la reproducción de
estos binarismos vulgares, negadores de alteridad, ha llevado a la construcción
de un país que tiene estas características pero que no es exclusivo del
nuestro, sino que este binarismo se reproduce en gran cantidad de países, pero
por eso no deja de ser atontador, vulgar, represor, autoritario, descalificador
de la otredad.
Esta época tiene las mismas características que
otras pero disfrazadas con otras cosas. El disfraz es lo que me resulta
peligroso porque se trabaja con todas las sinergias de la juventud, que es muy
interesante. Pero se la trabaja de manera programática
dominando cualquier gesto de pensamiento crítico real. El discurso
políticamente correcto a todos nos gusta: los pobres, los inundados, las
guerras, el lugar común de lo que podría ser el abanico de la construcción de
un discurso de este tipo.
Entre la década menemista y esta última
kirchnerista, pasó el 2001. ¿Cómo viviste ese pasaje?
Todo eso fue un poco fogueado por la dinámica
del peronismo. Para mí fue eso diciembre del 2001. Estaba articulado en forma
organizada aprovechando la mano en el bolsillo de la clase media, porque si no
hubiese existido el corralito tampoco diciembre del 2001. No son las clases
populares que están hambrientas y salen a las calles. No, las clases populares
sólo se mueven en función de una estructura que los organiza, y eso sucedió
porque se habilitó la enorme disconformidad de la clase media, a quien se le
habían tocado sus ahorros. Es decir, el gesto tremendo de Cavallo y todos los
que produjeron esa potencia disparó todo lo que pasó.
¿Pero
no se abrió también algo del orden del acontecimiento?
No lo sé, no sé si es una consecuencia. También se puede pensar que esa
consecuencia y el kirchnerismo es la preparación para un retorno enorme de la
derecha, que es lo que va a suceder, y que los magros
logros del kierchnerismo sean borrados de un plumazo en dos años y con un
consenso enorme, ese mismo que logró el Kirchnerismo en su punto de popularidad
más alto. La articulación real existe justamente porque está organizada,
sistematizada, conducida. No es un gesto de libertad, de levantamiento real,
pero sí es verdad que posibilita, y esto es evidente con el 20% que obtiene
Kirchner en los votos, lo que después van a ser los dos primeros años
brillantes de Kirchner.
Yo que miro desde lo teatral, recuerdo que había un
gesto de representación muy interesante: teníamos a un tuerto y a un manco en
la asunción agarrando el país. Y el virolo toma al revés el bastón de mando y
se rompe la cabeza con el bastón, usa un traje que le
queda enorme y el otro con la mano de plástico. Todo eso era muy interesante
como construcción de lectura y dije: de acá más abajo no nos vamos. Siempre
pienso en términos de representación, porque la sociedad es una construcción de
la representación y yo estoy muy atravesado por la naturaleza de mi propia práctica.
Todo el tiempo veo gestos de representación hasta en los más pequeños, no
haciendo sociología barata, pero que están mostrando gestos de representación
en comportamientos que se anclan o estructuran en tradiciones que pueden tener
que ver con el buen gusto, con la cortesía, etc. Me interesa verlos así porque
desnudan procedimientos muy anquilosados.
(Fuente:
revista de ensayo y crónica HUMO: https://www.facebook.com/pages/HUMO/876790409006612?fref=ts)