Soberanía, acumulación, infrapolítica. Entrevista a Sergio Villalobos-Ruminott
por Gerardo Muñoz
y Pablo Domínguez Galbraith
Sergio Villalobos-Ruminott es profesor de la
Universidad de Arkansas (Fayetteville) y autor del reciente libro Soberanías en suspenso: imaginación y violencia en
América Latina (La Cebra, 2013), donde se
analizan las implicaciones del concepto de soberanía en el pensamiento, así
como en diversas formas culturales, literarias y artísticas, del Chile de
post-dictadura. Durante la década de los noventa, Villalobos fue partícipe de
intensos debates en torno a la llamada "transición chilena a la
democracia", junto a pensadores como Willy Thayer, Nelly Richard, Federico
Galende, o Pablo Oyarzún, quienes pusieron 'bajo sospecha' la euforia
transicional predicada en los procesos de valorización del capital global y sus
nuevas formas de consumo. Fue por aquellos años que Villalobos, estudiante y
luego profesor en ARCIS, editó el libro de las conferencias de Ernesto Laclau
en Chile titulado Hegemonía y Antagonismo (Cuarto Propio, 2002), y años después concluyó la tesis doctoral
"Literatura latinoamericana y razón imperial: habitar el espacio literario
después de la ciudad letrada", en la Universidad de Pittsburgh. Autor de
decenas de artículos y ensayos sobre teoría política y marxismo, pensamiento y
deconstrucción, soberanía y guerra, literatura y crisis de la universidad
moderna, el trabajo de Villalobos es para nosotros central en el panorama
crítico actual, aunque tampoco podemos afirmar que sus coordenadas
epistemológicas sean reducibles a las organizaciones categoriales de la
"teoría" tal y como se maneja en la universidad neoliberal. Podríamos
decir, trazando un perfil muy genérico, que la obra de Sergio Villalobos se
ubica entre una zona de indeterminación propia que pone en suspenso la soberanía, generando una crítica al
proceso continuo de acumulación capitalista, y atendiendo a la co-pertenencia
entre filosofía y política. Partiendo de la herencia de la deconstrucción de
Jacques Derrida, de la crítica de la ontoteología occidental llevada a cabo por
Martín Heidegger y la interrupción del historicismo y la teleología del
progreso desde Walter Benjamin, Villalobos también ha reflexionado sobre diversas
figuras y formas del pensamiento contemporáneo; a saber, bajo los nombres de
pila Gilles Deleuze, Giorgio Agamben, Jacques Rancière, o Williams V. Spanos.
En ningún momento, sin embargo, su trabajo se subordina a estos referentes de
la práctica teórica, cultural o universitaria, sino más bien intenta generar
modos de pensamiento que agoten y vuelvan inoperante el determinismo vulgar ya
presente en lo que entendemos por "crítica", "saber
universitario", "teoría contemporánea", o "política".
De ahí que no baste con decir que Villalobos es un "pensador político"
(a la manera en que pudiéramos decirlo de Quentin Skinner, John Dunn, o
Norberto Bobbio); su operación intelectual radica en poner en escena un tipo de
reflexión que asume, de partida, la crisis de la política moderna en todas sus
articulaciones ideológicas y conceptuales. En varias ocasiones, se ha referido a
las bases de su labor intelectual como una "crítica de la operación
efectiva del derecho", donde lo
que aparece a relucir es la práctica singular e históricamente constituida de
toda morfología soberana moderna. Más recientemente Villalobos forma parte del Colectivo
Deconstrucción-Infrapolítica, que busca
pensar, de diversas maneras, el carácter de la política en la época de la
consumación nihilista del mundo. En lo que sigue, conversamos con él sobre su
más reciente libro, la problematización de la política latinoamericana
contemporánea, y algunos de los próximos proyectos en relación con
infrapolítica y deconstrucción.
1. Soberanías en suspenso es un
libro que resitúa el debate sobre la transición chilena a la luz de ciertas
hipótesis emparentadas con los desarrollos históricos constitucionales,
lingüísticos y estéticos. En tu libro, se cuestiona frontalmente el llamado
“fin de la dictadura” y los discursos transicionales, y se rastrean las
continuidades de dicha dictadura en los procesos neoliberales, pero también, en
el “golpe a la lengua” que la misma dictadura operó, de alcances quizás más
profundos. Es en la poesía y en el cine,
en la “palabra trizada” y la “imagen precaria”, desde donde se interrumpe el
long poem y la espectacularidad de la imagen (estableciendo, en esencia, un
“balbuceo de patrias” cuya economía del signo instala en el centro la
fragilidad misma). ¿Cómo problematizas desde estos balbuceos y parpadeos, desde
fragmentos e incandescencias trémulas, el debate mismo sobre la soberanía de la
obra, pero también, el gran arco de interpretación de las dictaduras en el Cono
Sur que pasan por reinscribir la melancolía o la memoria histórica como signos
maestros para comprender el alcance de los procesos dictatoriales y
post-dictatoriales?
Primero, gracias a ambos por sus
preguntas. Y si, es un tema complejo el que se menciona acá, aunque con mucha
precisión. El interés del libro, que es algo así como un ejercicio de
clarificación personal relativo a herencias conceptuales y analíticas, pero
también una declaración de proveniencia y un reconocimiento de escena
intelectual, digo, su interés era no solo realizar una presentación de muchos
de los debates chilenos sobre el fracaso de la UP o la dictadura, sobre las políticas
de la memoria y la conmemoración, sobre las poéticas del desgarro y la
reconciliación o sobre las estéticas neo-vanguardistas y la paulatina
emergencia de una tonalidad impolítica que desiste
de las formas fuertes de la historia y de su asegurada finalidad. Hoy diría que
fue la atenta lectura de estos debates y la particular atención puesta a la
emergencia de ese tono de desistencia, lo que me permitió transitar hacia la
actual reflexión infrapolítica. Pero antes de ir a eso, déjenme entonces
reiterar que no se trataba solo de todo esto, ya en sí necesario, según mi
criterio, para complejizar las versiones oficiales sobre la exitosa transición
chilena, sobre la eficacia de los discursos reparatorios y reconciliatorios,
sino que había un segundo propósito relacionado con leer, para usar una figura
de Willy Thayer, la verdadera transición chilena no como aquella que ocurrió en
el año 1990 con el cambio de gobierno, sino como aquella anterior, ocurrida en
1973, en cuanto transición desde el Estado como centro-sujeto de la historia,
hacia el mercado post-estatal y post-nacional que definirá la misma suspensión
fáctica de la soberanía puesta en marcha por la paradojalmente soberana
dictadura de Pinochet. En efecto, en su libro El fragmento repetido (Cuarto propio 2006), que compila una serie
de intervenciones de las que yo fui testigo directo, Thayer presenta, en una
figura no carente de fuerza expresiva, el golpe de Estado de 1973 como el ‘Big Bang de la globalización’, cuestión
no solo constatable a nivel empírico (con la implementación de las políticas
neoliberales y la nueva Constitución, las privatizaciones y los ajustes
fiscales, etc.), sino a un nivel mucho más decisivo, relativo al agotamiento
generalizado de los órdenes institucionales y conceptuales que habían
organizado, hasta entonces, la historia o el archivo referencial de la
comunidad nacional.
El año 1999 me vine a Estados Unidos,
donde me familiaricé con un conjunto de debates relativos a los estudios
culturales, postcoloniales y subalternos, pero también con la escena teórica de
los departamentos de inglés y con los debates al interior del heideggerianismo
y del deconstruccionismo americano. Para el 2001, cuando se repite la fecha del
golpe con los atentados, asistimos a un proceso analógico de agotamiento de una
serie de agendas intelectuales relacionadas con el latinoamericanismo, el
multiculturalismo y las confianzas en las recientemente ‘recuperadas’ democracias
regionales, pues la reacción inmediata del gobierno norteamericano fue la de
rearticular su presencia imperial en una nueva forma de intervención asociada
con la famosa Doctrina de guerra preventiva. El que el 11 de septiembre fuera
otra vez sindicado como fecha fatídica nos obligaba no solo a revisar la
transformación de la Doctrina de seguridad nacional que estaba a la base de las
intervenciones norteamericanas en América Latina durante el siglo XX, sino
también las mismas agendas intelectuales que no dejaban de ser desplazadas por
la agresiva dinámica de una facticidad inédita o no plenamente articulada por
nuestros esquemas teóricos y conceptuales. Pero, tampoco se trataba de borrar
todo de un plumazo e inventar ex nihilo
nuevos portulanos, como decía Jameson en ese entonces. Lo que había estado en
juego, lo que seguía y sigue estándolo es, precisamente, nuestra relación con
la historia. Se trataba entonces y aún se trata de pensar una relación que no
restituya los vicios historicistas del pasado, pero que tampoco se conforme con
el boom de la memoria ni con la hegemonía del testimonialismo como instancias
suficientes para pensar críticamente la coyuntura. Si la escena postdictatorial
chilena, y regional, parecía clausurarse en un duelo sustituto alimentado por
las políticas de reparación y olvido negligente y por las promesas de la
modernización y de la globalización, todo esto volvía a quedar en suspenso por
las promesas de la Pax Americana y la
escalada intervencionista a principios del 2000. Sin embargo esta repetición
del ‘evento traumático’ le restaba cierto fetichismo o excepcionalismo al
“caso” chileno y permitía comprender que la “verdad” del golpe y la dictadura
estaba alojada en la configuración de una nueva ontología del presente.
Cuento esto para explicar, claramente,
porque nuestra referencia a Walter Benjamin no está ni estuvo tramada por algún
interés teorético o estético acotado, sino por la necesidad de disputarle al
campo oficial transicional, pero también a las voces oficiales del culturalismo
identitario propio de latinoamericanismo, la relación y la misma cuestión de la
historia. Sin embargo, frente a ese “tono gran señor” de la globalización y la
democratización no podía simplemente oponerse otro “tono gran señor” que
restituyera las confianzas del pasado en la revolución, el cambio social o el
sujeto histórico. Es ahí donde necesitábamos elaborar nuestra relación con la
historia en un tono menor, fragmentario, precarizado, que nos permitiera
comprender el presente sin reducir su carga política desde una bien articulada
filosofía de la historia, aunque ésta fuese una filosofía de la historia alternativa.
De ahí entonces nuestra lectura desistente
con respecto a los énfasis de la neo-vanguardia, del cine documental y épico,
de la poética reconciliatoria, de los discursos juristocráticos y
transitológicos, de la ideología de la modernización compulsiva y neoliberal,
etc., pero sin perder de vista las formas efectivas y singulares de producción
artística, fílmica, de aparatos poéticos y teóricos de intervención y
suspensión de las lógicas soberanas del discurso maestro de la Historia. Ese es
el contexto en que aparece el libro de Idelber Avelar Alegorías de la derrota (Cuarto Propio, 2000), libro que permitía
leer las narrativas postdictatoriales en el Cono Sur de acuerdo a una cierta
“crisis de comunicabilidad de la experiencia”, cuestión muy relevante, por
supuesto. Pero también habría que considerar en este contexto la temprana
contribución de Alberto Moreiras que leía en Tercer espacio ( LOM-ARCIS, 1999) no solo las dinámicas del duelo y
la melancolización de la política, sino un agotamiento más radical del
regionalismo y del culturalismo identitario latinoamericano, desde la crisis
radical de la geopolítica estructurante de la modernidad occidental. Así, ya no
se trataba de pensar el destino de una comunidad nacional, ni siquiera los
contornos de un regionalismo crítico o el fundamento epistémico de una decaída
tradición intelectual, habíamos sido arrojados violentamente a la articulación
planetaria del capital y sobre esa inmanencia
perversa debíamos y debemos pensar y “producirnos” como diferencia,
interrupción y suspenso.
Por último, Nelly Richard organizó a
fines de los 1990 un diplomado sobre postdictadura, memoria y duelo, que
funcionó sistemáticamente por varios años, todos los lunes, y a cuyas
discusiones yo asistí regularmente. Fue ahí donde conocimos el trabajo de
muchos otros intelectuales tales como Nicolás Casullo, Horacio González,
Ernesto Laclau, Beatriz Sarlo, Jesús Martín Barbero, varios filósofos y
pensadores europeos, académicos norteamericanos, etc. Todo esto, por cierto,
articulado en ARCIS, que en los 1990 fue un verdadero centro de ideas y de
camaradería intelectual, y donde la presencia de Federico Galende, Carlo Pérez
Soto, Miguel Vicuña y muchos otros, resultó crucial para el desarrollo de
nuestros regímenes de lectura. Entonces, para terminar esta pregunta, diría que
el libro me permite elaborar mi relación con todo este contexto, pero a la vez,
hacer la transición desde los debates
concernidos, todavía, con la cuestión nacional, hacia los intereses
geopolíticos y cosmo-filosóficos de mi trabajo actual, sin que eso haya
significado ni una adaptación al latinoamericanismo identitario, ni una ruptura
con las intensidades de mi juventud.
2. Siguiendo con Soberanías en suspenso, y con lo que llamas en el libro la "filosofía de la historia del
capital": ¿Qué diferencia habría entre
esta articulación con otros modos teóricos contemporáneos (como el llamado
neocomunismo contemporáneo, el comunistarismo, o la teoría decolonial, por mencionar
tan solo tres corrientes muy citadas y presentes en la actualidad)?
Permítanme decir primero que lo que
está en juego en mi trabajo es propositivo, se trata de indagar nuevas formas
de imaginación y política a partir de una cierta bancarrota del orden
categorial moderno, particularmente el orden relativo a la soberanía no solo
como una instancia institucional, jurídica o estatal-popular, sino como forma
de las relaciones de poder. En tal caso, poner a la soberanía en suspenso no es
una operación ni una ‘actividad” que se origine en una decisión o en un
fundamento, sino que es el resultado de la misma facticidad neoliberal
contemporánea. En otras palabras, la suspensión de la soberanía -y de la serie
de instituciones y ordenes conceptuales soberanos modernos- habría sido una
consecuencia de la articulación de un patrón de acumulación flexible y
globalizado, más allá de todo containment
estatal, como fue el caso de las economías nacionales que crecieron al
amparo del New Deal o del Welfare State. Esta suspensión fáctica
de la soberanía terminó por manifestarse como una indiferenciación total que aparece, precisamente, como fin de la
diferencia, “fin capitalista de la historia” (como decía Thayer) en el cual el
valor funciona como medida final, es decir, como predominio de la valorización
generalizada. Entonces, frente a este predominio de lo que Jean-Luc Nancy ha
llamado “el principio de equivalencia general”, la misma articulación de la
valoración ampliada del capitalismo actual equivale a la indiferenciación entre
pensamiento y facticidad, cuestión manifiesta en la conversión de la diferencia
en distinción e identidad (Identity
Politics), y en la preponderancia del nihilismo como horizonte epocal. Pero
no se trata de pensar el nihilismo como la ausencia de valores (según las
filosofías conservadoras o existenciales de la crisis), sino como el predominio
casi absoluto del valor y de la valoración.
La suspensión fáctica de la soberanía
es la configuración del nihilismo como horizonte epocal, entendiendo dicho
nihilismo como equivalencia generalizada y valoración capitalista ampliada. De
ahí entonces que la suspensión de la
suspensión fáctica de la soberanía sea una figura que va acompañada de
nociones tales como aprincipialidad, desistencia, interrupción de la valoración, etc. Pues no se
trata de instituir un nuevo principio o sujeto político o teórico desde donde
se elabore la crítica como operación soberana de la razón, como juicio,
tribunal y autoridad. Ahí radica entonces una cierta distancia entre lo que
está en juego en mi lectura (y que hemos comenzado a llamar infrapolítica), de
las otras lecturas que tu mencionas, tales como el neocomunismo, el
comunitarismo o la crítica decolonial. Pero, interesa enfatizar que nuestra
reflexión no surge como reacción a estas perspectivas críticas, pues eso sería
remitirla a la misma economía soberana de los prestigios y las autorías, sino
que surge en función de un problema distinto, ¿cómo imaginar la relación entre
la destrucción de la metafísica y la crítica de la acumulación en una época, la
nuestra, en que la misma destrucción de la metafísica ya no puede ser parte de
la metafísica de la destrucción, pues
la metafísica se muestra en su misma planetarización, como articulación del
capitalismo sacrificial contemporáneo? Esa sería mi preocupación específica
dentro del Colectivo Deconstrucción-Infrapolítica, pues no me corresponde
hablar a nombre de este colectivo, al que pertenezco, sin duda, pero menos me
interesa hablar contra alguien en particular.
3. Se deriva de aquí la pregunta por Marx. Soberanías
en suspenso, así como tu trabajo en curso, intenta pensar los procesos de acumulación
y la pregunta por la técnica más allá de todo voluntarismo; o como has dicho recientemente en un ensayo
de próxima publicación sobre Oscar del Barco, de la "técnica liberacionista"
presente en toda "estructura vanguardista". ¿Cómo
pensar a partir de esta diferencia, "otro Marx" (si nos permites la alusión
pasiva a del Barco) más allá de la "restitución de una nueva teoría del
sujeto" (a la Badiou, por ejemplo)?
Claro, eso es lo que estaba diciendo,
justamente. Para mi el trabajo de del Barco, como el de muchos pensadores
regionales (no identitariamente definidos, sino biográficamente marcados por la
herida latinoamericana, como diría Patricio Marchant), es fundamental porque en
dicho trabajo se produce una primera crítica histórica del marxismo como teoría
de las formaciones socio-económicas y como tecnología o técnica liberacionista.
Por ejemplo, en su rigurosa revisión del leninismo, del Barco muestra cuan profundo
está anclado el decisionismo político y el vanguardismo en la misma revolución
rusa, y cuan contraproducente todo esto resultó para la promesa democrática del
marxismo. Similar es la observación de Bolívar Echeverría que considera,
también tempranamente, al socialismo de Estado como un capitalismo marginal,
pero estructurado por el mismo principio sacrificial del ethos racional moderno, salvo que en vez de la sacrificialidad
ascética protestante nos encontramos con el ascetismo militante y la disciplina
partidaria. Como saben, estoy revisando todo esto en un volumen sobre Marx y la
imaginación política, pero del Barco y la posibilidad de “otro Marx” me parecen
relevantes sobre todo si se contrastan estas lecturas históricamente acotadas
con la teoría de la hegemonía post-marxista de Ernesto Laclau.
Ahora, más allá de este problema en
particular, y destacando que mi lectura de todos estos autores no toma partido
sino que habita en sus constelaciones y problemáticas, diría que para mi más
que Marx o el marxismo, lo que es irrenunciable es la crítica de la acumulación
como crítica de la valoración capitalista-nihilista y de la antropología propietarista
que la fundamenta. Pero acá es donde hay que hacer ciertas distinciones
relevantes. 1) Resulta imposible pensar la crítica de la economía política de
Marx como parte de la economía política en cuanto disciplina (más allá del
chiste epistémico de Foucault), pues se trata de una crítica del sistema que es
también una crítica de las categorías que el mismo sistema se da en su
auto-comprensión. 2) Si esto es así, la crítica de la acumulación no es una crítica
en el sentido convencional (ejercida desde una cierta distancia y desde un
determinado verosímil pre-establecido), sino que es una apertura hacia la
indeterminación radical del mundo. 3) De lo que se sigue la necesaria revisión
del marxismo y de su anquilosamiento partidario, pero también universitario. Si
te fijas, no se trata entonces de producir un discurso académico (aunque éste sea
anti-académico) eficiente en describir la facticidad del capitalismo actual,
pues de eso tenemos mucho, sino de concebir la crítica de la acumulación más
allá de la moderna división del trabajo universitario (basado,
prioritariamente, en la diferencia entre lengua madre y lengua universal), lo
que también implica pensar la misma acumulación fáctica capitalista ya no remitida
al espacio del trabajo convencional, sino al horizonte general de la
existencia. Si esto es así, una crítica de la razón neoliberal (como la llama
Verónica Gago), no es una crítica económica o política, sino una evidenciación
de la convergencia entre destrucción productiva (clásica del capitalismo) y
devastación del planeta, y por tanto no puede ser convertida en un saber
monopolizado por expertos.
A la vez, frente a todo esto, no se
trata, para mi, de la restitución de una teoría del sujeto, ni siquiera de responder en abstracto ¿qué vendría después del sujeto? Pues
esa pregunta repite la misma estructura subjetiva que paradójicamente intenta
liquidar. De ahí que, gracias al trabajo de Alberto Moreiras (Línea de sombra. El no sujeto de lo político,
Palinodia, 2006), estemos pensando la
infrapolítica como una dimensión no plenamente convergente con la política,
pero cuyo aspecto político nos demanda un pensamiento no remitido ni al poder,
ni a la hegemonía, ni al sujeto, pues estas tres categorías copertenecen a la
última manifestación del nihilismo, que Heidegger leyendo a Nietzsche llamó “la
voluntad de voluntad”. Ahí mismo, del Barco pensó y sigue pensando la
intemperie, no como caída en la ética o en el individualismo, sino como
interrupción de la soberanía del saber que tiende a obliterar la posibilidad de
la misma experiencia. Pero, no se trata de habilitar un nuevo concepto de
experiencia (pues esa es la trampa de la metafísica), sino de reconocer que la
misma Universidad ya plenamente caída al régimen de valoración nihilista, no
puede ser el lugar desde donde, ingenuamente, provenga la verdad. De ahí mi
lectura y traducción del trabajo de William Spanos y mi interés en los procesos
organizativos y, para usar una noción de Giorgio Agamben, destituyentes contemporáneos. Por supuesto, esto no significa negar
la pertinencia ni la necesidad de desarrollar aproximaciones conceptuales sobre
la reconfiguración jurídico-nómica del poder, sobre las finanzas como forma
política, sobre la economía de la violencia y sobre la geología general y el
tráfico de cadáveres, pero sin convertir estas aproximaciones en formas
teóricas de saber autorizado.
4. En un ensayo reciente sobre la marea rosada,
hablas de la necesidad de pensar el límite de los gobiernos populistas
progresistas de la región a partir de la matriz del patrón flexible de acumulación,
donde retomas el concepto del latinoamericanista inglés John Kraniauskas
("cunning of capital", ver "Difference against development"),
pero aterrizándolo a la pregunta por la soberanía y el extractivismo. ¿Pudieras
ahondar un poco más sobre esta tesis en la coyuntura actual de una política Latinoamérica
y su relación con una crítica a la "geopolítica"?
Sí, claro. El punto es la generalidad
de esa noción, marea rosada, que
siendo una invención de la ciencia política y del periodismo liberal
convencional, invención que intentaba distinguir a los buenos y los malos
gobiernos latinoamericanos, pasó, quizás notoriamente en el último libro de
John Beverley (Latinamericanism after
9/11), a ser una categoría analítica con la que se intenta dar cuenta de la
actualidad latinoamericana. Paradójicamente, Beverley también repite la misma
operación valorativa en su último capítulo, cuando distingue entre Bolivia y
Venezuela como los dos extremos de la experiencia política actual. De todas
formas, más allá de estas coincidencias, lo que está en juego es la posibilidad
de pensar estos gobiernos actuales como fin del neoliberalismo, es decir, como
una experiencia política en la que se retoma una agenda re-distributiva,
estatalmente asegurada, y democratizadora, mediante fuertes políticas de
integración y de desarrollo social. Obviamente, a nivel macro-económico, todo
esto es bastante verosímil, en Bolivia, en Ecuador, e incluso en las políticas
nacionalizadoras del gobierno argentino. Sin embargo, y retomando la idea de
una cierta astucia del capital
desarrollada por John Kraniauskas, habría que pensar si esta etapa es
realmente, y más allá de las encendidas retóricas anti imperialistas de
algunos, una etapa post-neoliberal, o si, por el contrario, no se trata sino de
un momento interno de la razón neoliberal, momento que a diferencia del
primero, no necesita desarrollar una beligerancia anti estatista ni centrarse
únicamente en el mercado, sino que, flexible como los mismos procesos de
acumulación, este segundo momento neoliberal se muestra capaz no solo de
convivir con Estados fuertes y gobiernos de centro-izquierda, sino incluso (pensando
en la noción foucaultiana de economía del poder) le resulta más económico
articularse con estos gobiernos de la marea rosada, que, a pesar de sus
políticas redistributivas, son eficientes en la contención de los movimientos
sociales y en la implementación de procesos de acumulación asociados con el
neo-estructuralismo económico o neo-extractivismo.
Pero no se trata, y esto me interesa
dejarlo claro, de una crítica al maldesarrollo basado en nociones culturalistas
y simbólicas del buen vivir, ni de un desacuerdo puntual sobre las políticas y
estrategias del desarrollo, sino de una crítica al aparato total del desarrollismo (Kraniauskas) que es la filosofía
de la historia del capital y que está presente en el productivismo moderno en
general. Sin esta crítica a la filosofía de la historia del capital, lo que se
produce es una distinción identitaria, comunitaria, valórica, impotente a la
hora de romper con el horizonte nihilista o con la generalización del principio
de equivalencia (que epistemológicamente le da dignidad a las comunidades, sin
entreverarse con los procesos de acumulación efectivo). No estoy descartando el
buen vivir o los intereses comunitarios, por el contrario, los estoy
substrayendo de la valoración neo-antropológica que los despolitiza y los
convierte en consigna y competencia política en su “acumulación de prestigio
universitario”. De ahí que el trabajo de Maristella Svampa o de Silvia Rivera
Cusicanqui sean relevantes, no solo por sus etnografías específicas sino por el
ruido que introducen en la circulación universitaria planetarizada. Tampoco
intento censurar las experiencias políticas actuales en América Latina, sino
que pensarlas más allá de su formulación unilateral desde el Estado o desde el
bloque de poder en el gobierno, pues desde allí son desapropiadas de su índice
de historicidad y sometidas a la lógica molar de un antagonismo hegemónico que
las sobre-codifica y las vuelve homogéneas.
Acá entonces es donde necesitamos
pensar la forma, función y carácter del tardío Estado latinoamericano, en el
contexto de la articulación global de los procesos de acumulación, y más allá
de la Paz Perpetua europea que descansa en una geopolítica históricamente fallida.
La famosa crisis del nomos con la que Schmitt piensa el fracaso del proyecto
vetero-europeo y la emergencia de la Pax
Americana, no nos debe llevar a compartir su horizonte juridizante y
conservador, sino que nos permite, mediante una suspensión del liberalismo como
sentido común democrático, entreverarnos con lo que sería una crítica de la
geopolítica imperial desde una cosmo-filosofía atenta no solo a lo humano
(según las definiciones heredades del pensamiento europeo decimonónico) y lo
animal, sino también ya en retirada con respecto a la institucionalidad
política moderna y a su respectiva operación efectiva del derecho que es,
precisamente, la reducción de la vida a su representación jurídica. Innecesario
decir que esta posición no es equivalente al cosmopolitismo culturoso y auto-satisfecho característico
del enciclopedismo latinoamericano del siglo XX. En tal caso, la
cosmo-filosofía que pensamos no solo se presenta como crítica de la
acumulación, de la operación efectiva del derecho, del aparato total del
desarrollismo y de la reducción de la política a la cuestión del poder, sino
también como radicalización de la deconstrucción de las políticas de la amistad
que siguen estructurando el campo político según la lógica del amigo y del
enemigo. Por ejemplo, cuando alguien dice que su proyecto es infrapolítico o
deconstructivo, no solo se produce la incertidumbre de no saber para qué
serviría eso, sino la sospecha de si uno no estará militando, sin querer, en el
campo enemigo. Pero todo eso es, lamentablemente, parte del principio humanista
y onto-teológico que estructura a la imaginación política occidental, formas
del reconocimiento y de violencia mítica con las que debemos tomar distancia
para pensar la perversa inmanencia de un presente que nos ahoga.
5. Nos gustaría que ahondaras en la cuestión de la
imaginación más allá del giro lingüístico contemporáneo, es decir, más allá del
énfasis en los procesos de inteligibilidad y articulación hegemónica. En
efecto, ya que hablamos de lengua, imaginación y significación, es ineludible
la problematización que genera tu trabajo en cuanto a la teoría de la hegemonía.
En un reciente ensayo sobre Derrida[1],
te refieres críticamente al trabajo de Laclau y su "deconstrucción"
del marxismo (muy distinto a lo que, en efecto, lleva a cabo Jacques Derrida en
su Espectros de Marx o bien lo que tenía pensado Deleuze en su
libro incompleto sobre Marx) y hablas también de una domesticación de la deconstrucción.
En un momento lleno de entusiasmo - por los procesos que se están llevando a
cabo en el Sur de Europa (Podemos, Syriza), así como en América Latina -
pareciera que el lenguaje teórico de la hegemonía se muestra victorioso y muy
seguro de sus propios principios. De ahí todo el interés actual por el
gramscianismo y por poner el nombre de pila Ernesto Laclau como fuente
intelectual de los procesos del Sur. Si por un lado está en juego desactivar la
soberanía, ¿cómo deshacernos del schmittianismo invertido que
supone la hegemonía? ¿Cómo entender una política más
allá de la decisión o del principio post-fundacional de la contingencia-necesidad
de lo social?
Bueno, esto es más delicado. Necesito
hacer unas cuantas precisiones. La primera sería establecer que no me interesa
una crítica del trabajo fundamental de Ernesto Laclau, ni menos una
descalificación de sus reflexiones. Por el contrario, me interesa pensar en los
puntos ciegos que estructuran su trabajo y que deben ser habitados, re-pensados
y no abandonados en bloque. Para mi, la crítica posthegemónica de intelectuales
muy serios como Benjamín Arditi o Jon Beasley-Murray, aunque es infinitamente
más elaborada que las reacciones de los marxistas ingleses al trabajo de
Laclau, sigue apuntando en una dirección que no es la de mi trabajo. A mi me
interesa pensar la hegemonía en el contexto de la crítica infrapolítica y de
las contribuciones de Reiner Schürmann a la interpretación de Heidegger, que no
puedo ni siquiera comenzar a enumerar acá, pero, para ponerlo en términos más
acotados, diría que lo que me interesa se puede organizar en tres dimensiones:
1) La relación entre la hegemonía como principio estructurador de la dinámica
política y la concepción implícita (y metafísica, en sentido heideggeriano) de
temporalidad, todavía estructurada por la oposición categorial de necesidad y
contingencia, de la que se sigue una cuestión fundamental en el pensamiento político
contemporáneo, esto es, una teoría de la contingencialidad post-fundacionalista
o de la acontecimentalidad que termina siendo un schmittianismo invertido (una
excepcionalidad soberana de otro orden). 2) La teoría del lenguaje, de la
traducción y de la significación, todavía logocéntrica, que abastece a la
teoría de la hegemonía, y que se expresa no solo en su concepción articulatoria
de la misma hegemonía, sino también en su conversión de las diversas posiciones
antagónicas en ‘demandas’. La demanda es, en efecto, la categoría que trama la Razón populista y que remite el enorme
trabajo reflexivo de Laclau y Mouffe al horizonte procedimental de la ciencia
política anglosajona. 3) La antropología política que resulta de esa
comprensión de la temporalidad contingencial y de esa reducción de lo político
a una cuestión de demandas y posiciones discursivas, articuladas en torno a un
significante, en principio vacío, pero que se “encarna” carismáticamente en un
cierto tipo de liderazgo. De ahí, más que despachar la cuestión de la hegemonía
desde una nueva antropología de los afectos y la multitud, me interesa
radicalizar la sospecha lacaniana de la identificación afectiva y del goce
soberano. Entonces, yo diría que la infrapolítica posthegemónica que me
interesa no apunta hacia lo que se entiende convencionalmente por
posthegemonía, sino que está tramada por la crítica de la razón principial y de
la configuración epocal de la historia de la metafísica, según Heidegger y
Schürmann, pero a la vez, que está domiciliada en la crítica de la afectividad
neo-espinozista contemporánea, que es, finalmente, una onto-antropología
sustituta.
Luego, interesa precisar que Laclau no
es equivalente a la ‘domesticación de Derrida’, aún cuando su conversión de la
rondología (hauntologie) en teoría de
la significación sea problemática, o su comprensión de las dislocaciones
históricas teleológicamente leídas desde la reconstitución hegemónica restituya
una cierta positivización de la negatividad sin reservas. Lo que entiendo por ‘domesticación
de Derrida’ tiene que ver con la desactivación de su pensamiento en la academia
contemporánea (más allá de si él mismo fue un poco cómplice de esto o no), y la
conversión de la deconstrucción en operación de lectura, marca editorial y
negocio. Derrida, siempre muy atento a esto, no dejo de problematizar la
universidad contemporánea, la institución de la filosofía y la filosofía misma
como posibilidad, pero estas cosas se dejan de lado cuando se lee a Derrida
como marco teórico o como argumento de autoridad y legitimación en el mundo de
los departamentos de inglés y estudios literarios. Así, la domesticación, que
es ineludible para el pensamiento en la época de la división burguesa entre
trabajo manual y trabajo intelectual, hace posible a la ‘teoría’ como
auto-suficiencia. En ese sentido, no se trata de cambiar a Laclau por Derrida
como referencia de los movimientos políticos contemporáneos, pues eso sería
repetir la misma lógica ‘teoricista’ que reduce las diversas dinámicas sociales
a formulaciones teóricas estandarizadas. Esto tampoco es culpa de Laclau,
quiero decir que si su pensamiento parece tener una relación natural con los
procesos de la marea rosada o del sur de Europa, eso se debe menos a su
problematicidad inherente que a la estandarización de ésta. Por supuesto, no
estoy presentado al pensamiento como actividad sublime y apolítica, pero
tampoco me convence mucho la identificación afectiva con Laclau como el teórico
del populismo y de la nueva izquierda.
Finalmente, lo que apuntaban al
principio, si problematizamos la identificación afectiva y el goce soberano, si
ponemos en cuestión el revival del
neo-espinozismo y la multitud como sujeto sustituto de la racionalidad política
moderna, y si, finalmente, cuestionamos la teoría de la traducción y de la
significación que trama a la operación hegemónica, todo esto nos lleva o nos
devuelve, según desde donde partamos, hacia la crítica radical del
fonologocentrismo y hacia la posibilidad de pensar en la imaginación antes de
que ésta sea ‘sometida’, ‘regulada’ o ‘subsumida’ a la moderna filosofía del
sujeto. Como saben, sigo acá a Emanuele Coccia, Giorgio Agamben, Rodrigo Karmy,
y muchos otros, que han venido pensando el lugar de Averroes en relación con la
cuestión del intelecto común y de la imaginación. Pero este tema prefiero
dejarlo sugerido, dada su enorme complejidad. Se trata de pensar la imaginación
como potencialidad más allá de la representación juridizante del saber y de la
constitución jerárquica del intelecto con sus facultades racionales y morales.
6. En este mismo sentido ¿cómo podríamos
pensar la cuestión infrapolítica según estas diferencias con la estela
neo-espinozista y con la cuestión de la impolítica italiana? Sobre todo porque
en la actualidad el colectivo "Deconstrucción Infrapolítica" (www.infrapolitica.wordpress.com),
a partir de diversas formulaciones asociadas con líneas conceptuales como la crítica
onto-teológica, la crítica de la acumulación, la diferencia italiana, o el
post-heideggerianismo, intenta avanzar la poshegemonía como una réplica
conceptual a eso que Carlo Galli llama la ruina de la arquitectónica del
pensamiento político moderno.
Yo diría, pero yo no represento a
nadie, que la noción de impolítica no pertenece, como tampoco la de
infrapolítica, al orden categorial ni a los conceptos de ninguna disciplina,
son nociones abiertas que funcionan como constelaciones problemáticas. Así, no
es lo mismo lo que Agamben dice de la impolítica que lo que se sigue de
Cacciari, y, quizás con mayor relevancia para nosotros acá, de Esposito. Luego,
la noción de impolítica tiene una fuerte herencia de Bataille y su Summa Atheologica, sobre todo de la
problematización de la negatividad hegeliana y su positivización en la
fenomenología o en la lógica; pero también de la crítica de la razón
sacrificial de Simone Weil y de María Zambrano, de la crítica del liberalismo de
Arendt, etc. Tercero, eso nos lleva a pensar la negatividad ya no sujeta a la
dialéctica que la remite a una economía de sentido (sino a un hegelianismo sin
reservas como decía Derrida), y eso significa que no hay posibilidad de
constitución de un ámbito sintético de encarnación de un principio
positivizante de la negatividad de la experiencia, es decir, que la promesa del
Estado absoluto, de la Paz Perpetua, de la comunidad reconciliada consigo
misma, de un sujeto auto-transparente, siguen siendo parte de una política
incapaz de problematizar la negatividad sin reservas. Lo mismo con el populismo
y la hegemonía, pues siguen siendo proyectos de ‘sutura’ del ámbito social
desde la proposición de una forma de la estabilidad principial, aunque esta se
declare, ella misma, inestable o contingente. Como ven, aquí ya hay una diferencia
entre posthegemonía, impolítica e infrapolítica, pero también una convergencia,
pues se trata de desactivar la promesa del fin de la historia que es
constitutiva de la geopolítica moderna, y de la misma filosofía de la historia
como diferimiento y espacialización de la temporalidad.
Diría entonces que la infrapolítica
sigue de cerca estos movimientos, pero va más allá, pues la infrapolítica no es
solo una reflexión posthegemónica sobre la política y su organización principial
(nihilista, caída a la voluntad de voluntad) sino también una interrogación de
la existencia más allá de su conjugación puramente política, a pesar de que esa
dimensión de ‘más allá’ sea similar a lo que entendemos por impolítica en el
pensamiento o en la diferencia italiana (aunque si a alguien se le ocurriera
escribir sobre la diferencia
latinoamericana, no pasaría de ser un gracioso y atópico indio espiritual, como decía irónicamente Marchant pensando
en la Mistral). Finalmente, habría otras dos o tres cosas que apuntar: una es
que la infrapolítica tiene un vínculo constitutivo y destructivo a la vez con
la destrucción heideggeriana de la metafísica y con la deconstrucción
derridiana, lo que abre una serie de problemas relativos al nazismo de
Heidegger y al estatus de la misma filosofía, aunque no se trata de leer a
Heidegger o a Derrida como autores que autorizan, sino de habitar sus formas de
pensar la convergencia de la realización de la metafísica y la clausura onto-teo-lógica
de la experiencia. Luego, y de manera general e introductoria, la infrapolítica
tiene un particular interés en el marranismo no como índice de un pensamiento
identitario, sino como figura post-identitaria radical, y así, una preocupación
con la geopolítica contemporánea más allá de las formas nómicas, teológico-políticas
del orden mundial, lo que implica una radicalización de la crítica a la
filosofía de la historia sin que eso nos lleve a proferir una reconstitución
jurídica de un Estado multicultural que nos salve del nihilismo arquitectónico,
tal como Galli lee la ocasión contemporánea. El nihilismo que la infrapolítica
confronta no es categorial o institucional, sino mucho más radicalmente anclado
en la valoración y en la equivalencia como instancias definitorias de la época
actual. La revisión que ha hecho Galli del pensamiento schmittiano según las
condiciones políticas y jurídicas contemporáneas es, sin embargo, un ejemplo de
trabajo crítico, como la misma lectura histórica del derecho realizada por Aldo
Schiavone. Pero, más allá de estas referencias, permíteme resumir,
abusivamente, el desplazamiento
infrapolítico en unos cuantos puntos:
1) la necesidad de pensar la vida más
allá de su reducción política, es decir, más allá de la demanda por producirse
como oferta política efectiva. 2) Pero, en sentido inverso y proporcional, la
posibilidad de pensar lo política más allá del principio subjetivo
estructurador de la modernidad política occidental, cuestión que repercute en
la problematización de la instrumentalidad de la acción y que desbarata las
reducciones identitarias de la misma política. 3) La configuración de un tipo
de reflexión substraído de la principialidad hegemónica y del principio de
razón estructurante de la metafísica occidental. 4) La necesidad de habitar en
el horizonte epocal marcado por la finalidad de la metafísica, pero no como una
cuestión “teórica”, sino como una finalidad que se expresa en la articulación
del capitalismo no solo como sistema de explotación, sino que como devastación
de la vida y del planeta. 5) De lo que surge una crítica al productivismo, a la
teoría del valor y al principio subyacente de toda economía política, al que
llamamos principio de equivalencia generalizada. 6) La necesidad de entender el
trabajo destructivo-deconstructivo infrapolítico como un ejercicio de
desmetaforización infinito, anclado en una ontología no atributiva o en una
formulación de la diferencia como différance,
más allá de toda identificación catética y de todo productivismo simbólico y
culturalista. 7) etc., pues se trata de un desplazamiento en curso y no de
principios.
Como se ve, hablamos de una
constelación de ideas y problemas, donde todos los miembros del grupo activo
convergemos, pero con nuestras diversas intensidades, formaciones y
preocupaciones. El tipo de problemas que nos damos como tarea es tan delicado
que no es necesario ejercer el viejo arte académico de la descalificación de
los oponentes, pues eso resulta perturbador para un trabajo colectivo, abierto,
experimental y de largo plazo. Además, nada de esto impide tener nuestras
propias perspectivas sobre lo que ocurre y la mayoría entiende que la
infrapolítica es, en última instancia, una práctica de pensamiento de
izquierda.
7. Considerando que hace unas semanas pudimos
escuchar una versión de lo que será uno de los capítulos de tu próximo libro Heterografías de la violencia (La Cebra 2015), que titulaste Las edades del cadáver: dictadura,
guerra, desaparición (leído durante la conferencia “Crossing Mexico: Migration
& Human Rights in the Age of Criminal Politics”), nos gustaría que te
detuvieras en uno de los aspectos de la obra de Derrida que nos parece más
urgentes para pensar el presente de la desaparición: la cendrología (tal como
lo desarrolla en Difunta ceniza, La Cebra, 2010). Nos gustarías que comentaras un
poco más lo que entiendes por ella, es decir, si ves que hay un paso
cualitativo o diferencial importante desde la espectrología o hauntologie hacia
la cendrología, y si esta última nos ayuda a recorrer mejor la “geología
latinoamericana del resto” por llamarlo de alguna forma.
Bueno, en principio no veo un avance o
un cambio en el trabajo de Derrida, sino una insistencia permanente en la
historización radical de la ontología tradicional. La noción de historización
la uso acá en sentido muy lato, pero quiero enfatizar que el punto en cuestión
es la historicidad radical del ser en el mundo, ahí y con otros, y no la
definición atributiva del Ser propia de la ontología clásica. Pienso en el
temprano seminario de Derrida sobre Heidegger, del 64-5, titulado Heidegger, la cuestión del ser y la historia,
que es necesario tener presente. Por supuesto, este es un tema bastante recurrente
si es que no es el tema de la
deconstrucción, que como re-elaboración de la destrucción heideggeriana, es una
interrogación sostenida de la ontología y sus formas históricas de articulación,
ya no solo en términos del onto-teo-antropo-logos, sino en términos de la metaforicidad
blanca, el fonocentrismo, la gramatología y las políticas de la amistad. Tengo
también la impresión de que la cendrología en cuanto interrogación de las
cenizas es una sutil interrogación de la calavera, en sentido hamletiano,
cuestión muy ligada a la lectura del mismo Hamlet
en Espectros de Marx, precisamente
porque lo que se busca ahí, en el “es
gibt ashes”, en el “hay ahí cenizas”, no es la constatación fuerte,
forense, de una presencia plena, de una presencia metafísicamente articulada,
sino una forma de la presencia sin presencia, una donación que Derrida mismo
señala al retomar la figura levinasiana del “il
y a”, que es una variación del “es
gibt” heideggeriano, entendida como ‘lo que hay’ sin Ser, esto es,
presencia sin metafísica de la presencia del ser como donación (y aquí volvemos
a del Barco, por cierto). Pero esto también nos lleva a la pregunta que
establecíamos al principio sobre nuestra relación con la historia, pues se
trata de pensar una relación ‘cendrológica’, sutil, espectral, con la muerte
más allá de la lógica jurídica del informe de Derechos Humanos, que como se ha
discutido tanto en el Cono Sur o en Centroamérica (pienso en Nelly Richard o en
Pilar Calveiro, por ejemplo), tiende a congelar y despolitizar la misma
producción de cadáveres. La pregunta por las cenizas, como forma terrorífica de
la pregunta por el resto, no está alejada de la cuestión de la historia y de la
imagen dialéctica benjaminiana, sobre todo si pensamos que la imagen misma de
la desaparición (una paradoja) ya no remite al cadáver ni a la fosa común, sino
a la híper-sofisticación del procesamiento post-mortem. De ahí entonces que
estemos confrontados con la producción industrial de cadáveres, o estemos
domiciliados en la época del cadáver y su reproducción industrial si se quiere,
pues ya no se trata del registro material de la muerte sino del borramiento
mismo de la desaparición. Se trata, sobre todo en México, Centro América y la
frontera sur norteamericana, de pensar la
desaparición de la misma desaparición como manifestación de esta brutal
sofisticación del tratamiento post-mortem del cadáver.
Como ven, no hay nada nuevo más allá de
una pregunta que ha tramado el debate latinoamericano desde siempre, la
cuestión de las formas y mecanismos de violencia mítica y su exacerbación
inusitada en contextos de modernización neoliberal compulsiva. Crímenes de
segundo Estado, como los ha llamado Rita Segato, en referencia a Ciudad Juárez,
que tienen una cierta continuidad problemática con los crímenes de las
dictaduras del Cono Sur. No es casual que La
operación Cóndor sea tanto el nombre de la estrategia contra-insurgente
aplicada interestatalmente en el Cono Sur, en el contexto de la Doctrina de
seguridad nacional y las políticas del containment,
y sea también el nombre una de las primeras estrategias securitarias contra el
narcotráfico en México. No se trata de una continuidad fuerte, sino de una
relación de copertenencia entre el cadáver como registro dictatorial y el resto
“desintegrado” como signo del agotamiento radical de las formas clásicas de la
soberanía nacional-estatal.
Entonces, el cadáver, su desaparición,
sus restos resinosos sobre las piedras (Ayotzinapa), su desintegración química,
su condición residual de la misma acumulación contemporánea, son algo así como
el reflejo negativo de la globalización, poniendo en escena, sin probar o
representar (de ahí la diferencia entre ontología y donación), el carácter
sacrificial del capitalismo actual. En esto radica la pertinencia de la pregunta
por los restos, por las cenizas, por los espectros, en la relativización de la
ontología del capital que es la filosofía de la historia de la acumulación y
que hemos llamado aparato total del desarrollismo. Pero, no se trata solo de
una pregunta acotada a la producción industrial del cadáver, cuya época habría
sido inaugurada, según se dice, por la Shoah,
sino de una interrogación geológica del capitalismo como sistema circular que
empieza y termina en el cadáver, es decir, que empieza en la explotación del
fósil y termina no en el consumo de mercancías, como suele pensarse en la
economía política clásica, sino en la destrucción productiva de nuevas
mercancías que implica, a la vez, la producción misma de más cadáveres. La
geología que pensamos acá, entonces, nos permite interrogar procesos de
desterritorialización, montaje, reorganización nómica-territorial, acoplamiento
y fracturas que trascienden tanto los límites humanistas (antropocéntricos) de
la interrogación habitual sobre la muerte, como los límites temporales que
circunscriben la producción del cadáver a una cierta condición accidental, un
cierto momento de acumulación primitiva que habría ocurrido en un tiempo otro
al tiempo del progreso. Somos contemporáneos de la destrucción productiva convertida
en devastación y sostenida en la reproducción infinita de formas de vida
precarizadas. El desierto crece, ese es el secreto motor del nihilismo.
8. Para finalizar, y considerando el trabajo de
amigos e interlocutores tales como Diego Valeriano, Bruno Napoli, Verónica
Gago, Diego Sztulwark, o Rita Segato, que han insistido en pensar el nuevo
conflicto social nos gustaría ver cómo relacionas esta geología general
orientada hacia las cenizas con la problemática más biopolítica de los cuerpos
sociales. Esta es también la pregunta - la del cuerpo, digo - con la que cierra
el último tomo (L'uso dei corpi, Neri Pozza, 2014) de la serie Homo Sacer de
Giorgio Agamben: ¿qué hacer con nuestros
cuerpos? ¿Cómo dotarles de otros usos, y nuevas formas más
allá de los aparatos de apropiación y operatividad y sus fines?
Pues, en principio, pensar la tensión
entre cuerpo y cadáver quizás nos permita avanzar más allá del impasse
contemporáneo que se hace explícito en la misma ambivalencia con la que circula
la noción de biopolítica. Me refiero a las versiones de la biopolítica como
exacerbación de las políticas de disciplinamiento y control ejercidas sobre el
viviente, por un lado, y a la biopolítica como una política afirmativa, basada
en el poder instituyente o también llamado biopoder que constituiría el revés
de toda dominación, por otro lado. Esta ambivalencia es, a su vez, un síntoma
de la anfibología constitutiva del pensamiento contemporáneo que no logra
escapar a la trampa de la soberanía, esto es, a la afirmación de las analíticas
del poder y sus nuevas positividades, pero también, a la pretensión de superar
tales positividades desde un principio emancipatorio todavía articulado en
términos de subjetividad y acción instrumental.
Aquí es donde la idea de inoperosidad
que Agamben ha venido desarrollado muestra su potencial, en la desactivación de
la anfibología que se hace explícita en la forma en que él mismo usa la palabra
“política”, esto es, como reino de los fines y razón instrumental, y a la vez,
como nombre de un por-venir que estaría más allá del derecho.
Sin embargo, más que tomar partido en
la polémica entre Agamben y Derrida, por ejemplo, polémica apenas sugerida en
los trabajos de ambos, pero que guarda un índice de problematicidad mayúsculo,
y a la espera de una consideración más elaborada del mismo pensamiento del
italiano que está en proceso y que, como ustedes mencionan, adquiere un nuevo
giro con la publicación del volumen sobre El
uso de los cuerpos, me inclinaría a sugerir que la tensión entre el cadáver
como resto incómodo de la destrucción productiva capitalista y el cuerpo como
lugar de inscripción de la violencia mítica que posibilita a la misma
acumulación, no solo nos permite ir más allá del vitalismo deseante
convencional, sino que también nos permite retomar la interrogación del orden
teológico-político como organización productiva del cuerpo individual y social
y, por lo tanto, como forma de
acumulación primitiva permanentemente ejercida. Como lo ha mostrado León
Rozitchner, y lo ha vuelto a enfatizar recientemente Oscar Cabezas (Postsoberanía, La Cebra 2013), pero
también como lo ha mostrado con un muy riguroso y amplio trabajo
cuasi-arqueológico de las formas de la encarnación y la ex-carnación de la ley,
Rodrigo Karmy (Políticas de la
excarnación, UNIPE 2013), el cuerpo es el campo de batalla donde se da la
disputa entre la operación efectiva del derecho y perseverancia del ser. Rita
Segato lo ha dicho con inmejorable claridad en su análisis de la violencia
ejercida sobre el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, cuando
señala que esa violencia es un tipo de “re-escritura” de la ley sobre el cuerpo
en un momento en que la misma ley, como forma soberana, se muestra debilitada
de su encarnación estatal tradicional dada las reconfiguraciones del poder
contemporáneo. A mí lo que me interesa de esta formulación es su doble
materialización, por un lado, se trata de una consideración acotada de las
formas en que la ley se inscribe y se escribe sobre los cuerpos, pero, por otro
lado, se trata de unos cuerpos singulares, bastante precisos, de mujeres
jóvenes, migrantes, explotadas por el régimen neoliberal y las maquiladoras,
que irrumpen en el contexto de una modernización compulsiva cruzada por el
tratado de libre comercio con Estados Unidos y con la misma reconfiguración de
los carteles de narcotráfico que se disputan las rutas de acceso al mercado
norteamericano. Al hacer esto, Rita Segato nos permite cambiar la vieja
pregunta formal sobre quién es el hombre de los derechos humanos, por la
problematización acotada de estas
mujeres singulares como lugares de encarnación de la ley y de la operación
efectiva del derecho. Sobre todo porque de estas
mujeres nos quedan solo cadáveres y muchas veces, restos desmembrados de lo que
antes fue una vida.
Este es también el problema que intento
pensar con la noción de heterografía,
si la ley se escribe sobre el cuerpo, su violencia es inversamente proporcional
a su imposibilidad de controlar su polisemia. Por más cuidadosa que sea su
caligrafía, ésta no basta para exorcizar el fantasma de un malentendido. De lo
contrario, la anfibología se resolvería en una teoría post-política del
totalitarismo, es decir, en una simple analítica de la perfección del poder y
sus mecanismos de dominación (como en una colonia
penal universalizada). Pero no es necesario oponerse a esta concepción
post-política de la dominación desde una onto-antropología del deseo, la
multitud o el poder constituyente, pues con eso no solo se restituye la misma
anfibología, sino que se reinstala un presupuesto historicista y soberano (la
soberanía popular es eso, la inversión complementaria de la soberanía de la
ley). Pensar las soberanías en suspenso, desactivar la suspensión fáctica de la
soberanía, no es quedar atrapados en la descripción maravillada de las formas
del poder o del mercado como instancia molar, sino que es interrumpir su
axiomática desde el movimiento de placas geológicas y formas de la anacronía,
como diría Didi-Huberman, para abrirnos a la indeterminación radical y
aleatoria del presente. Esa apertura ya
no puede ser ni garantizada ni atravesada desde las herramientas conceptuales
que nos provee el pensamiento contemporáneo en la Universidad, debe acoplarse,
engancharse, en casa caso, con formas de pensamiento efectivo, formas de
imaginación social, sin restituir una teoría de la agencia o del sujeto, pero
sin pretender que es posible repetir la crítica de la acumulación como una
cuestión puramente conceptual. Más allá de esto, no sé…hay que pensar, juntos,
sin distinciones, prejuicios o jerarquías, quizás en esto consiste la misma
desactivación de la soberanía, de la oposición entre poder constituido y poder
constituyente, en la potencialidad destituyente de la rebeldía.