Narco, coartada de la mano dura
por
Paula Litvachky
En
las últimas semanas, expresiones públicas de funcionarios, legisladores y
diversos actores políticos y sociales muestran una tendencia regresiva que hace
del “avance del narcotráfico” un diagnóstico funcional a la justificación del
endurecimiento penal, en supuesta defensa de aquellos que serán los principales
afectados por sus consecuencias: los sectores más pobres. Incluso en los
últimos días se sumó a este reclamo la Corte Suprema de Justicia de la Nación , aunque sin analizar
la orientación de las intervenciones de la Justicia Federal
durante todos estos años.
El
problema del narcotráfico funciona como coartada discursiva para recetas
punitivas y demagógicas, aunque con un novedoso matiz de corrección política,
ya que al identificar al “narco” como enemigo, se evita la estigmatización
explícita de la pobreza y permite presentar las propuestas como protectoras de
estos sectores. Bajo este argumento aparentemente inclusivo, se pretenden
desplegar las mismas políticas violentas que han demostrado ser ineficaces y
contraproducentes en toda la región, al tiempo que se obtura el debate sobre
aspectos esenciales, como el rol central que cumplen las propias policías en la
producción y circulación de violencia en los barrios pobres, las dificultades
de la Justicia
y las fuerzas de seguridad para investigar delitos complejos y la necesaria
revisión de la legislación vigente en materia de drogas.
No se
trata de minimizar la magnitud de los diversos daños asociados al tráfico de
drogas ilícitas y de otros mercados ilegales con menos cobertura mediática,
como el de las armas, sino de poner en evidencia que las reacciones políticas y
mediáticas no están orientadas por diagnósticos rigurosos, y que las soluciones
que prescriben se basan en visiones interesadas y peligrosamente
simplificadoras. La “guerra contra el narcotráfico” se presenta como una
irrupción urgente que habilita, bajo un supuesto estado de excepción,
propuestas regresivas que combinan mayores atribuciones policiales con una
agenda crecientemente militarizada, que incluye la movilización de recursos de
las Fuerzas Armadas y debates sobre la legalización de la pena de muerte a
través de una ley de derribo.
Sobre
estas bases, es difícil llegar a un debate serio sobre la forma de atacar
mercados ilegales de altísimo rendimiento (que por supuesto son generadores de
formas preocupantes de violencia), pero que requieren el desarrollo de
investigaciones judiciales complejas, políticas públicas de control y
regulación de los mercados financieros, inmobiliarios, de inversiones, etc. Se
trata entonces de elaborar un nuevo y mejor diagnóstico sobre el problema, del
cual carecemos. No sólo se están repitiendo miméticamente políticas que han
probado su ineficacia, sino que esto se realiza sin conocer la dimensión real
del fenómeno ni los elementos que llevaron a su evolución durante los últimos
20 años. No hay que permanece expectantes frente al problema, pero es preciso
evaluar y entender para aplicar las políticas adecuadas.
El
discurso de la “guerra al narcotráfico” permite esquivar medidas de fondo, como
el fortalecimiento del gobierno político y la reforma de fuerzas policiales
corruptas, conniventes e ineficientes en la investigación de delitos complejos.
A la vez, jerarquiza y selecciona formas de violencia que se presentan como
objetivos legítimos y urgentes de intervención, mientras se invisibilizan las
prácticas abusivas más corrientes, entre las que sigue destacándose la
violencia policial, muchas veces asociada a su participación en redes de
ilegalidad.
Mientras
en nuestro país se intensifica una tendencia regresiva, la región está
revisando estas políticas. Decenas de organizaciones harán pública mañana una
carta a los ministros de seguridad reunidos en la Cuarta Reunión de
Ministros en Materia de Seguridad Pública de las Américas (Mispa IV) en la que
solicitan que se abra un debate sobre la necesidad de transformar las
respuestas torpes y violentas que vienen implementándose frente a las drogas.
Entre ellas, cuestionan las leyes prohibicionistas que crean los enormes
mercados ilegales y las bandas que los controlan. La violencia es un problema
que los responsables políticos y las agencias de seguridad deben encarar en
toda su complejidad. Resulta auspicioso que las autoridades estén evaluando
regulaciones alternativas.
La
violencia no se resuelve con la guerra ni dejándose seducir por discursos
facilistas que proponen arrastrar la agenda de seguridad hacia una política de
militarización. La experiencia regional ha demostrado que esto sólo se traduce
en mayores pérdidas de vidas humanas. En un contexto de plena vigencia del
autogobierno policial en la mayor parte de las provincias y de importantes
retrocesos en la agenda de seguridad democrática a nivel nacional, los
consensos regresivos sobre “el narcotráfico” como principal amenaza alejan la
posibilidad de construir una solución que no derive en mayor violencia. A pocos
días de cumplirse 30 años de democracia, el liviano pero amplio consenso
antinarco emergente no sólo no va a resolver los problemas de violencia que
preocupan, sino que dejará sin saldar una de las principales tareas pendientes:
la reforma profunda de las prácticas de las fuerzas de seguridad.