"Me matan, limón"

por Santi Sburlatti



Todos conocemos el final de la historia. Pablo Escobar yace muerto sobre el tejado de una casa de un barrio de Medellín, abatido por las balas del “bloque de búsqueda”, cuando intentaba escapar por los techos al verse acorralado por las fuerzas policiales. Los oficiales que le dieron se sacan la foto de rigor, sosteniendo el cadáver del capo narco, sonrientes, festejando. El monstruo ha muerto, el mal se ha acabado. Una vez más, los buenos ganaron.

Hace unos días terminé maratónicamente la serie “El patrón del mal”, biopic seudo-ficcionado sobre la vida del legendario jefe del Cartel de Medellín (y versión libre de La parábola de Pablo del escritor colombiano Alonso Salazar). La serie afirma nutrirse de documentación histórica, datos de “público conocimiento” y archivo periodístico. Sin embargo, la pretensión de realismo navega constantemente en una caprichosa mezcla de nombres auténticos y otros falseados, incluso en los pseudónimos. No sabemos a ciencia cierta los motivos legales o morales que tergiversan las identidades incluso de quienes están muertos, pero imaginamos que el canal Caracol tendrá sus razones. Suponemos argumentos también para las omisiones, que no son pocas (sobre todo de figuras políticas, a pesar de la presencia enfática de un congresista, ya condenado). Pero esto no se trata de un cara a cara entre la ficción y los datos disponibles, sino acerca de ver una serie en la tele o Internet.

Lo primero que uno se encuentra al ver la serie es una placa que aparece en letras blancas sobre fondo negro, y una voz solemne y grave que reza: “Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. No parece sólo un anuncio, sino una advertencia para el espectador, no vaya a ser cosa que se confunda con lo que ve. Quizás por eso, la placa se repite en cada capítulo, a lo largo de los ciento y pico en que fue fragmentada la historia en su versión original para la televisión colombiana, con duraciones promedio de media hora. Muy al formato novela, no te la pierdas cada día en el horario habitual de las nueve de la noche. Sensación de rating en Colombia durante todo 2012, pese a los reparos y pruritos de medios y anunciantes, exitazo inesperado en Chile luego y en varios países (“Pablo Escobar, the drug lord” fue anunciada en inglés), todavía no llegó a nuestro país, pese a que se ha puesto tan de moda hablar de lo “narco” y de la “colombianización” de la Argentina por parte de los medios.

Pasando rápidamente los primeros episodios que narran la infancia y juventud del “patrón” –bastante bien contextualizados, por cierto-, dos cosas llaman la atención de inmediato: una excelente producción que destaca en la fotografía, el ritmo y despliegue de las escenas, las locaciones y la calidad sonora, y la descollante actuación de Andrés Parra, el encargado de dar vida al Pablo Escobar adulto. El actor bogotano se manda una personificación impresionante, repleta de matices y explotando los clichés del capo mafia en provecho de la acción dramática, no de la caricatura. Su Pablo Escobar es cotidiano, complejo, despiadado y cariñoso a la vez, convincente. Vale decir, nunca deja de ser verosímil, nunca se transforma en un monstruo irrepresentable despojado de humanidad, como suele aparecer en las fallidas y absurdas interpretaciones de películas yanquis o algunos esperpentos cercanos. Habrá que ver qué hace John Leguizamo en ese nuevo proyecto llamado “King of cocaine” o qué resultó del experimento con Benicio del Toro en “Paradise Lost”, pero habría que avisarles que, de momento, la vara les quedó muy alta. La actuación de Parra destaca incluso al lado de quienes representan, muy bien logrados, los papeles de Luis Carlos Galán (pre-candidato presidencial asesinado en  1989), Rodrigo Lara Bonilla (ministro de justicia asesinado en 1984) o el primo y mano derecha de Escobar (Gonzalo Gaviria en la vida real) y sus temibles sicarios el “Chili” (Pinina)  y “Marino” (Popeye). Buena parte del secreto radica en que, más allá de las calidades actorales que diferencia entre talentos locales y estrellas de Hollywood, varios personajes se tejen con una minuciosidad cercana, palpable, un efecto de cotidianidad que perturba. Es eso: lo que perturba es el formato novela, ver cada episodio como si miraras una tira más de la tele, seguir día a día las vicisitudes del capo mafia y el destino de un país, en formato entretenimiento. Y en ese marco, Andrés Parra reinventa un personaje al que vas a buscar, del que querés saber algo más que la crónica policial y periodística, un personaje magnético, ambiguo, que transita entre la melosidad familiar cristiana y una amoralidad impiadosa, pero nunca fría. Escobar no era un asesino a sangre fría, era un ser dominado absolutamente por las pasiones, el afán de poder y el amor a su familia entre las primeras. La frialdad para el cálculo financiero y comercial quedaba del lado de su primo, y la frialdad para matar del lado del Chili o el Marino, pero “el patrón” siempre tomaba sus decisiones “en caliente”. Tanto, que se convierte en un reproche constante por parte de sus socios y de su familia. Tanto, que ese impulso lo traiciona en su hora final, cuando tarda más de lo recomendable al teléfono con su hijo.

Como mencionaba antes, la serie-novela es larguísima y hay material para todo, teniendo en cuenta que no sólo intenta reflejar la vida del narcotraficante, sino la existencia de todo un país atravesado por la tragedia. En ese recorrido, aparecen varios antagonistas de Pablo Escobar, en especial condensados en las figuras de Galán, Lara o el asesinado director del periódico El Espectador, Guillermo Cano. También aparecen sus antagonistas más “intestinos”, un ex-socio del cartel de Medellín que impulsa la creación de los PEPES (Perseguidos Por Pablo Escobar) junto a los hermanos Castaño (impulsores del paramilitarismo más salvaje) y los cabecillas del cartel de Cali. Y, claro está, el poder del complejo policial-militar. Paradojas de la vida (o de la ficción), aunque disimulada se puede ver que la alianza que logra acabar con Escobar no radica en la fuerza de las instituciones democráticas (las figuras políticas aparecen como débiles, tibias, y las que no son asesinadas), sino en la connivencia espuria del aparato represivo del estado con una mafiosidad ávida de revancha y un intervencionismo norteamericano no menos resentido. Después de todo, como aparece en la serie reiteradamente, Escobar se encarga de afirmar sostenidamente que él era “un hombre de izquierda”, y que por eso simpatizaba con la guerrilla. Cálculo explícito o no, quién sabe, la estructura binaria de la serie se encarga de mostrar un Escobar simpatizante de la izquierda y detractor de la oligarquía, una suerte de resentido social que quiere demostrar que puede tener al país en vilo y dominarlo más allá de su condición de clase. Del otro lado, se intentan enfatizar hasta el cansancio los valores tradicionales y burgueses, la familia, la educación, las buenas costumbres y el respeto por las instituciones (mención aparte para extensísimos pasajes con alto tufillo moralista y música insoportable cada vez que muere uno de los buenos). Pero nada parece sacarnos el extraño sabor del epígrafe, en el que festejan tantos uniformados y unos brevísimos minutos finales apenas nos muestran un montón de gente contenta, mientras solo llora desconsoladamente la madraza paisa del “patrón”.

Los buenos ganaron. Los buenos son la clase política, los policías, los militares, la DEA, los paramilitares, los PEPES, el cartel de Cali. El monstruo ha muerto, el único “patrón del mal” es Escobar y, si el único mal encarna en él, habría que preguntarse qué no se muestra. Así como el mejor héroe parece ser el héroe muerto en la serie (Galán, Lara, Cano, Pizarro), la maldad más fructífera como relato disciplinador es la que logramos abatir. Entonces, los salvadores son los milicos, mostrados inverosímilmente en un liderazgo incorruptible, aunque nadie pueda dejar de ver que también ganan las fuerzas ilegales de extrema derecha y los otros carteles de droga que buscaban menos exposición y más ganancia. Pero lo importante es afianzar la confianza en las instituciones democráticas, aunque más no sea por reconocer su fundamento (y sumisión) en el poder militar. Sin embargo, en esta lección moral del final se escurre un exceso, un efecto de guion (tal vez) que se teje en la gran actuación de Andrés Parra y termina desbordando los límites deseables de la novela. Escobar muere por su propia ambición, por su incontrolable deseo de acumular un poder que le fue vedado de cuna por no pertenecer a una familia de alcurnia. Él quiere demostrar al país y al mundo que no tiene límites y que nadie puede cercenar ni el más disparatado de sus deseos. En ese trajinar, Escobar se vuelve único, irrepetible, para bien y para mal, inolvidable. Él crea las circunstancias de su propia caída, él es derrotado por su propia megalomanía y los policías que le disparan sólo parecen ser las piezas de una maquinaria que el propio Escobar construye. Incluso en ese desvariado y descuidado ocaso, pareciera que el día después de su cumpleaños 44, la “imprudencia” de hablar de más con su hijo por teléfono es en verdad el momento que elige para su muerte.

Si como decía el aviso de cada capítulo “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”, nos termina quedando la pregunta acerca de qué historia nos están advirtiendo y el peligro de repetir qué cosa. La impresión que nos queda luego de toda la serie, es que todas las figuras que parecían interesantes en términos de transformación política en Colombia fueron asesinadas, sea por Escobar o atribuidas a él pero ejecutadas por otros capos o el paramilitarismo. En ese sentido, fueron irrepetibles como parece ser irrepetible el mismo Escobar, un “patrón del mal” convertido en un descollante y confuso ícono en que se depositaron todos los temores de la sociedad. Pero mientras esa monstruosidad desaparece o se vuelve relato, lo que se sigue repitiendo silenciosa y astutamente es la lógica de los carteles de narcotráfico que evitaron las luces del escenario, la extrema derecha que sigue asesinando con complicidad militar y la perversión política que siguió reproduciendo su alianza con las corporaciones y la perpetuidad de la inequidad social.

Mientras sólo hablemos de Pablo Escobar, de esa historia que se repite una y otra vez poco sabremos.