Elefante Blanco

por Gonzalo Noriega



Un animal y un color. De la Pantera Rosa para atrás, la imaginación nunca ha necesitado de más sugerencias para volar. Elefantes mitológicos han traído de Oriente todo tipo de evocaciones y no hace tanto que la inmensa Elephant, de Gus van Sant, explotó en nuestros ojos.

Elefante Blanco.

Soñado, construido, abandonado, desaprovechado, okupado: el elefante villero estaba ya ahí, mitologizado, antes de que la cámara llegara. De inconcluso hospital más grande de Latinoamérica a “merendero” de Madres de Plaza de Mayo. La historia de un país en sus dobleces más inusitados.

La cámara llegó en las manos de Trapero, quien nuevamente nos sorprende con su cine comprometido con la realidad social (“cada problemática es un desafío a retratar”, dice uno de los más destacados referentes del neorrealismo latinoamericano del siglo XXI). Y Elefante Blanco movió el amperímetro de miradas-entradas en las pocas semanas que lleva en cartel. Cine social para Todos. ¿Algo más afín a la época?


Pero no es tan fácil: Buenos Aires trastoca todo. La ciudad (y, por extensión, la política) no acepta relatos artificiosos. Antes, bien, los produce ella misma. Así y todo, Elefante Blanco nos gustó, y mucho.

Se puede decir, claro, que es demasiado sofisticada para documental, pero que tampoco logra construirse sólidamente como relato de ficción. Alguno agregará que los personajes no producen empatía, que no enamoran, que carecen de espesor, que no expresan, si no,  estereotipos: el curita bueno, comprometido, pero enfermo; el curita lindo, bueno y valiente; la trabajadora social de clase media (linda y buena) que soporta con estoicismo  su trabajo con pobres (mientras se curte sin culpa al curita lindo, bueno y valiente); los villeros asesinos, chorros y drogones.

Todo es, ciertamente, bastante previsible.

Habrá quien sostenga la apelación a Mugica es más un recurso prêt-à-porter, incluso una estrategia de marketing, más que una necesidad intrínseca del relato. Y algún malaleche resaltará que la película exhala clasemedismo: hecha para que el gran público de clase media que, balde de pochoclo y gaseosa mediante, garpa los 40 mangos para ver cómo una clase media heroica redime a los pobres –incluso escuchamos que alguien tildaba la película de “safari antropológico”–. Una película que termina convalidando los prejuicios de clase (fundados en los susodichos estereotipos) cuando refuerza la imagen negativa y temerosa que la clase media se hace de ese subhumano paqueado que, en su imaginación (y en la de Trapero) es el joven villero. En concreto, los pobres no hablan en toda la película: el guión sólo indicaba una serie mascullante de “gato”, “bardiá”, “gato”, “lo pibe”, “gato”, “puto”, “gato” a lo largo de todo un plano secuencial.[1]

Habrá quienes digan muchas cosas horribles, seguramente, de Elefante Blanco, pero de ninguna manera nos haremos eco. Insistimos, a nosotros realmente nos gustó. Sobre todo, por su capacidad de proponer signos de época,[2] por su forma de reconstruir el diálogo entre producciones simbólicas (artísticas, culturales, culinarias) y sus condiciones materiales.[3] Signos de época: rasgos específicos de lo más actual de este proceso socio-vital. Condiciones materiales y simbólicas de sobrevivencia. Afecciones –incluso algunas que ni siquiera aún tienen nombre– que fundan presente. Estas condiciones organizan el sentido, lo estructuran.

Series de sentido, entonces.

La remisión a los ’70, por ejemplo. El setentismo –que es mucho más que los ’70 como mera referencia. La figura canonizada del Padre Mugica, síntesis de militancia social y su disposición religiosa a sacrificarse la vida. Los ’70 como escenario (en la película y en la “realidad”). Los ’70 como producción de mercado (en la película y en la “realidad”).

En ese orden de cosas, es evidente cierta inclinación hacia la reparación histórica, hacia evidenciar el problema de las villas (de la pobreza) y redimir a ese gigante blanco.[4] Reparación histórica que se produce cada vez que se amplía un derecho y se crea un puesto de trabajo.[5]

Pero, al mismo tiempo, un signo paradójico: no deja de ser harto superficial, inconsistente, falto de matices el modo en que tanto Elefante Blanco –una historia sencilla, con personajes planos y mensajes directos– como nuestro presente político se vinculan con el pasado que construyen.

Otro signo: el problema de las villas es el fantasma de las megalópolis actuales. Maquinarias-Territorio de ese Otro generador de pánico (del miedo por las dudas a la guerra preventiva de modos de vida). Osvaldo Bayer, Daniel Filmus y Beatriz Sarlo –con los matices a veces escasos que los diferencian– están convencidos de que el problema de las villas es el principal problema de la ciudad (la estética villera, el drama villero, la verdad villera, la cumbia villera son otros modos de elaborar el síntoma). Elefante Blanco no innova en este sentido.

Sin embargo, el signo que más virtuosamente articula nuestros tiempos con la película es el de la afirmación política que despolitiza, es la política como escenografía de la tragedia. Es la historia del peronismo todo y de sus derivas más desafortunadas. Son las vidas más allá del límite: el Padre Mugica/el Padre Néstor/el Padre Julián. Una opción trágico-escenográfica que no da lugar a la transformación social.[6] A lo sumo, se hablará de un proyecto sin mayor referencia que la oscilante construcción de unas viviendas. La sintonía fina como enigma contemporáneo. Porque en el fondo, dice película, las opciones individuales son siempre fallidas, las organizaciones colectivas son delictivas y las instituciones están corruptas.

Y allí donde no hay posibilidades ni para el más pragmático, re-emerge la representación como opción válida. Una representación que, vuelta fábula, sustituye y empobrece a esa masa indiferenciada, a ese objeto sin voz que deviene público, festejante, elenco. Los pobres-mudos-zombis-sustituidos de Elefante Blanco, en su previsibilidad, en su naturaleza semiótica, no son más que la materialidad misma que compone nuestro presente.


[1] Imposible evitar a la mención, a contraluz, de Estación Zombi, esa tan provocadora como maravillosa fábula en la que los pibes pobres devienen zombis sedientos de sangre humana.

[2] Desde la primera imagen, Elefante Blanco parece un homenaje al film La Misión, de Roland Joffé (1986), con Robert de Niro, en la que se relata la historia de un sacerdote jesuita, misionero, en torno a las cataratas de Iguazú. Los protagonistas siempre están “llegando”, o bien se encuentran ya demasiado “cansados”. Siempre están “persistiendo”, o bien apunto de “desistir”.  No son de allí. Son buenos y se les nota el esfuerzo. Pero a diferencia de La Misión, donde el conflicto político entre la corona lusitana y española conduce a la guerra, en Elefante blanco el conflicto político está ausente, o bien (demasiado) implícito.

[3] No es otra cosa lo que proponen, en el plano culinario, esa josha de la literatura afterpop que es Se cocina Bolivia en Buenos Aires, de la Editorial Retazos. ww.editoriaretazos.blogspot.com // editrialretazos@gmail.com // Flores // Buenos Aires // Argentina //.

[4] Y por extensión, a toda Ciudad Oculta –nombre que le debe al muro que levantó la última dictadura militar, para ocultarla, en las postrimerías del Mundial ’78).

[5] En la butaca de al lado una septuagenaria le decía a otra que el recurso, insistente, de la lluvia es la contracara perfecta de la fiesta del consumo.

[6]La tarea que desempeñan los curas diseñados por Trapero es la de una reducción de los daños: siempre están exhortando a los diversos actores del conflicto (los villeros, los narcos, la policía, los sindicalistas, el obispo, el poder político) a que concilien, a que bajen la intensidad del enfrentamiento; en muchas escenas, del principio al fin, se los ve luchar denodadamente para evitar el estallido de violencia. La fría decisión de los guionistas es que los personajes fracasen en el momento decisivo. El pesimismo garpa. También se ve a los curas rezando y llorando compungidos por su impotencia ante la injusticia del mundo. Curiosamente, no se los ve predicando el Evangelio. De hacerlo, los personajes deberían haber optado entre una interpretación conciliadora y otra liberadora de la palabra de Cristo: ese dilema se le planteó a Mujica, a quien el film homenajea, pero los guionistas no se lo permiten a sus criaturas”, dice acá Oscar Cuervo.