La Tortura
por Raúl Cerdeiras (Mar del Sud, 2013)
Slavoj Zizek escribió
en The Guardian (luego reproducido por Clarín el 3-2-13) un trabajo sobre el
horror de aceptar la tortura. Parte de la siguiente premisa: si se representa
la tortura en un filme la obra debe condenarla, directa o indirectamente, pues
no se puede ser neutral en ese tema tan estremecedor, eso implicaría aceptarla y
le evitaría al artista tener que expresarse afirmativamente a favor de los
tormentos. Y desde este presupuesto acusa a la directora de La noche más oscura, K. Bigelow, que su neutralidad trae aparejada la
idea de la “normalización de la tortura”. Puede inferirse, sin mucha
vacilación, que el filósofo esloveno está convencido que sería un desastre para
la humanidad que la tortura sea una moneda común en la resolución de asuntos
políticos extremos.
La defensa más
obscena de la película, afirma el filósofo y psicoanalista, es la afirmación de
que la misma “rechaza el moralismo barato y presenta de manera sobria la realidad de la lucha antiterrorista,
por lo cual plantea preguntas difíciles y nos obliga a pensar”. Y a
continuación dice que en relación a la tortura no hay que “pensar”. Creo que en esta afirmación Zizek esgrime un
argumento débil que le impide realmente pensar
la dimensión política (y filosófica) del intento de las potencias mundiales de
normalizar la tortura.
El Occidente
capitalista, liberal, defensor de la libertad y los derechos humanos, paladines
de la democracia y del consenso civilizado, levantan sus indignadas voces
contra el terrorismo sanguinario de los totalitarismos ideológicos, poniendo en
una misma bolsa a comunistas, nazis, fascistas, islamitas, o cualquier
expresión política que pronuncie palabras como “revolucionario”, “ruptura”,
“transformación de raíz”, “subversión”, etc., etc. En definitiva esta cadena de
argumentos condenatorios desemboca en una afirmación que no puede discutirse:
el valor más sagrado de la humanidad ante el cual todos debemos detenernos y
recular es la vida. Pero entendámonos
bien, no se trata de las diversas formas
de vivir, es decir, las múltiples maneras en que un cuerpo biológico puede
ponerse al servicio de una idea, de un pensamiento, sino el cuerpo biológico
mismo, la vida en su constitución puramente biológica. Como bien dice Badiou,
la proclama de “el fin de las ideologías” (como sinónimo de que algo totalitario
felizmente se terminó) no es sino una voltereta elegante para imponer la máxima
del capitalismo “democrático” (es decir, la Democracia S.A .):
¡vive sin ideas!
Cuando todo el peso
de la existencia humana pasa a ser soportado por los cuerpos vivientes —ya sean los cuerpos sufrientes de las
víctimas o los cuerpos consumistas de los felices propietarios— lo que
realmente pasa a regir a estas sociedades miserables es la muerte. La defensa a ultranza de la vida como tal no es otra cosa
que el reinado de su aparente contra
cara, la muerte. Y eso se trasluce en el despliegue de un tipo de existencia
regida por la amenaza constante, el peligro, el miedo, ¿a qué?, a la muerte o mutilación de nuestro
cuerpo y a todo aquello que disminuya la posibilidad de gozarlo.
Los poderosos dicen
que cuando se trata de defender a la vida frente a la muerte no hay nada que pensar, pero de esa forma renuncian a poner la dimensión ética de la existencia humana sobre la
mesa de discusión, y en su lugar restauran la vieja moral que conlleva una matriz religiosa que en vez de poner a Dios
por sobre todas las cosas y a él someterse, proclama que la Muerte es el Amo Absoluto.
Y así actúan. La cuestión ética nos demanda que todo tratamiento de la conducta
humana debe ser pensado dentro de la complejidad de una situación determinada,
tratando de compatibilizar ciertos principios en el interior de la
circunstancia concreta de que se trate y, si es necesario, inventando en el
mismo momento nuevos principios. La ética milita del lado del pensamiento, la
moral se instala del lado del dogma.
Es por esta
circunstancia que encuentro desafortunado el argumento de Zizek en su crítica a
Biguelow, no porque crea acertado el enfoque de la directora de La noche más oscura, sino porque queda
absorbido dentro del mismo formato que rige hegemónicamente al pensamiento
reaccionario, cuando este afirma: frente a la vida no hay nada que pensar. Esgrimir
el argumento de que frente a la tortura no hay nada que pensar es quedar
desarmado frente al poder y pasar automáticamente a dar un combate dentro de
las reglas que impone el enemigo.
En el momento de
escribir estas reflexiones se discute en el Congreso de EE.UU. la designación
de John Owen Brennan al frente de la CIA. Los cuestionamientos que se le hacen son los
que todos sabemos. Este individuo que ocupa el cargo de “asesor en
antiterrorismo” y que entre otras cosas fue el primer director del
recientemente creado Centro de
Integración sobre Amenazas Terroristas, parece no tener suficientes
antecedentes para corregir lo que hace la Central de Inteligencia por todos lados y sin
disimulos, como es la tortura en los “black
sites” (prisiones secretas desparramadas por todo el mundo sin
vigilancia política o pública). Estos “depósitos de sospechosos” de la guerra
antiterrorista, junto con los aviones no tripulados llamados “drones”, con los
que se viola constantemente las fronteras de cualquier país bajo la excusa de
ir a la caza de terroristas y exterminarlos sin más (y si los sospechosos son
ciudadanos de EE.UU ya la
Casa Blanca ha declarado que esos ataques son “legales, éticos y sensatos”) son suficientes evidencias para poner la piel
de gallina a cualquiera. Sin embargo, en Norteamérica exigir que el director de
la CIA sea un
ciudadano que se oponga a estas prácticas nefastas da lugar a una posición
progresista y sin duda de clara adhesión a la doctrina de la defensa de los
Derechos Humanos, la cual, lo recuerdo una vez más, proclama como primer
derecho y valor sagrado sobre cualquier otro, a la vida.
Entonces, si hay
que luchar contra la tortura o su sutil normalización, y esto último sería lo
que hace el film cuando dispensa sobre el tema una mirada aparentemente
neutral, lo que debemos denunciar antes que nada es el sistema de valores
impuesto por los dueños del mundo y compartidos masivamente como un sentido
común, en virtud del cual se puede justificar la tortura. Y si estos valores
son también sostenidos por aquellos que denuncian la tortura, se nos presenta un cuadro de impotencia que
es necesario romper.
Digámoslo de
entrada: la tortura se justifica si
con ella se puede eventualmente salvar vidas.
Si esta última es el valor máximo en el que se singulariza la humanidad del
hombre, entonces la aberrante mutilación de un cuerpo siempre será preferible a
una supuesta posible muerte. Una supuesta posible muerte, porque ninguna
tortura es necesaria para impedir en el acto
que el torturado cometa un crimen. Sí, la tortura se justifica si con ella se
evita una muerte. La masacre de las
Torres Gemelas dió una excusa masiva para desatar esta visión salvaje de la
política contemporánea por la que se invaden países supuestamente portadores de
armas de destrucción masiva (Irak), se toman represalias de una crueldad estremecedora
contra pueblos indefensos (represalias del Estado de Israel) y se cometen
cientos de actos de torturas buscando siempre el mismo y santo fin: salvar
vidas. Y todo esto sin olvidar que, como lo hizo el filósofo Karl Popper en su
momento, la justificación de las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y
Nagasaky fue una simple operación contable
entre el debe y el haber, por el
cual se demostraba que la cantidad de muertos que acarrearía derrotar al
Imperio Nipón con los medios de una guerra convencional sería muy superior a
los cientos de miles de cadáveres y las secuencias radiactivas que ocasionaría
la decisión nuclear.
Cuando el Zizek
dice que “un indicio de progreso ético es el hecho de que la tortura se rechaza
como algo repulsivo sin necesidad alguna de argumentación”, acierta en lo que
hace a su rechazo pero queda descolocado en cuanto afirma que no es necesario
argumentar ese rechazo. Sobre todo porque no acusa a la directora del film en
cuestión de estar a favor de la misma sino que su “neutralidad” tiende a que la
tortura sea considerada cada vez más como algo normal. El punto ciego de esta posición
es que los que quieren normalizarla avanzan también con la bandera de que no
hay nada que argumentar cuando
afirman que la vida (biológica) es el supremo bien de la humanidad y, frente a
ello, cualquier cosa puede ser tolerada si se salva una vida.
El siempre agudo
esloveno muestra no estar desconectado de esta circunstancia cuando se pregunta,
y a la vez se contesta, lo siguiente: “¿La tortura salva vidas? Puede ser, pero
sin dudas pierde almas, y su
justificación más obscena es afirmar que un verdadero héroe está dispuesto a
olvidarse de su alma para salvar la vida de sus compatriotas”. Toda la
ambigüedad de su postura quizás resida en ese “puede ser” que la tortura salve vidas. ¿Y si las salva realmente?
Nada obliga a que el torturador sea luego erigido en héroe moderno por
sacrificar su alma para salvar vidas, aunque la película deje abierta esa
ventana obscena. Basta justificarla sacando a relucir una vez más el mortífero
argumento del mal menor.
¿Se trata de dos principios loables pero en un punto
incompatible de tal manera que en determinadas circunstancias uno de ellos, el
rechazo a la tortura, debe ceder frente a la jerarquía superior del otro que
sostiene que la vida es sagrada? Decididamente, no. Si se quiere tomar esas
afirmaciones como principios sería una muestra acabada que la humanidad del
hombre tal como hoy se la interpreta masivamente está aprisionada en el
interior de una visión completamente biologista, de una animalidad ampliada y,
en última instancia, de un truculento racismo latente. Diría que son principios
pero lejos de singularizar a la existencia humana la devuelven, sin reparar en
las consecuencias que eso trae aparejado, al reino de la naturaleza, a la ley
de la selva.
La existencia
humana no puede renunciar a vivir sin principios pero estos deben afirmar ideas que no estén subordinadas a defender o aniquilar la vida biológica. Por ejemplo,
si nos referimos a la política, que ya
de por sí no es una instancia natural de la humanidad sino un lugar de
invención, de pensamiento, de apuestas y de polémicas, podríamos decir que la
igualdad, la justicia, la libertad, la emancipación, etc., tienen la
posibilidad de erigirse en principios o sostener principios que no vienen
disparados desde las necesidades inmediatas. Esta es una clave que ayuda a
pensar porqué nuestra época no puede producir un pensamiento inventivo acerca
de la singularidad de lo humano, y en su lugar retrocede peligrosamente a
buscar un refugio en los valores biológicos que se asientan en los cuerpos de
los individuos. Y para rematar esta operación reaccionaria, responsabiliza de
las muertes y los horrores del siglo XX
a todos los proyectos e ideas políticas de transformación revolucionaria que en
él se desplegaron.
¿Qué diría Zizek
frente al argumento hoy en boga de que defender la vida de un semejante es un
principio que hay que aceptar ciegamente porque frente a la defensa de una vida
no hay nada que pensar? ¿Aceptaría concluir que como consecuencia de este
principio el Che Guevara, por dar un ejemplo, se transformaría en un vulgar
asesino serial que se escondía en las selvas de diversos países? Si no hay nada
que pensar…
Los dueños del
mundo califican de terrorista a toda acción que no repara en nada para segar
vidas y desparramar la muerte donde sea y cuando sea. Lo saben porque también
ellos lo hacen. Sin embargo su bandera no es la muerte sino la vida, pero no
tienen ninguna forma de vida que proponer que no sea la que se deposita en un
cuerpo biológico, es la pura vida biológica. Entonces edifican una antinomia
falsa que opone el eje de la vida al eje de la muerte. Mi intención es
demostrar que cuando las cosas se llevan a ese extremo no hay sino un solo eje:
el de la muerte. Pero los de arriba quieren mantener la ilusión de una lucha
por la vida, y es esa misma lucha por la vida la que nos devuelve al reino
animal. Un reino animal cuyo medioambiente se llama capitalismo globalizado,
persecución ciega del lucro, goce individual de los cuerpos, certeza final de
la finitud de nuestras vidas. Ese es el único personaje que la visión
hegemónica de nuestras sociedades puede calificar de humano y toda su capacidad
política se limita a construir un relato que satisfaga sus expectativas. Barbarie.
En definitiva,
pienso que la normalización de la tortura no se facilita por hablar cada vez
más abiertamente sobre ella desde un lugar “neutral” que la presenta como un
“problema”. Para que esto suceda primero hay que abonar un terreno en el que
esta operación pueda decantar y fluir libremente. Y el terreno que hoy pisamos
se muestra fértil para esa tarea por cuanto está huérfano de pensamientos e
ideas políticas emancipativas, y la
política que circula está atrapada por la lógica del capital que impone su ley
de lucha a muerte por intereses y la satisfacción de las necesidades inmediatas,
más la seguridad policial y del Estado sobre los cuerpos individuales,
esperando resignadamente nuestro seguro entierro.
La penetrante
mirada de Zizek parece percibir esto de manera, para mi gusto, muy colateral
respecto al peso de sus otros argumentos. Es cuando termina diciendo que 20
años atrás (yo extendería a 40 esa cantidad) sería impensable que una película
importante de Hollywood “hubiera presentado la tortura de forma similar”.
Seguro, porque se vivía aún dentro de los coletazos moribundos de una época
que, para bien o para mal, había forjado una política en la que se proyectaba
la posibilidad de producir un Hombre Nuevo, con atributos no derivados
precisamente de sus condicionantes biológicos.
Si hay algo que
pensar de la tortura es precisamente que es un efecto que siempre se arroga una virtud extrema: la de operar, en
su abominable bajeza, la salvación
de un sublime valor. Pero si desgarramos la aparente
antinomia entre vida o muerte y develamos que solo reina la muerte en los dos
bandos (en el film: EE.UU. Vs. Bin Laden) y en el medio la tortura, esta no
puede salvar otra cosa que no sea al Amo Absoluto.