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Fantasmas en la
estación
por
Sebastián Stavisky
Un cadáver en el
cuarto vagón. Cincuenta muertos entre el primero y el segundo y un cadáver en
el cuarto vagón desquicia toda previsibilidad. Porque aún después de cincuenta
muertos es necesario al menos una pizca de previsión. Que no hubiera más
muertos en la estación permitió que se retomara la circulación. Que los trenes
echaran nuevamente a andar. Que las boleterías volvieran a expedir boletos.
Hasta que un cadáver en el cuarto vagón detuvo otra vez el flujo. Estaba tan
cerca y nadie lo vio. Casi en la punta de los hocicos de los sabuesos busca
muertos y nadie olió su olor a putrefacción. La estación se supo de pronto
invadida por un fantasma que se resistía a abandonarla. Un fantasma que viajaba
en tren fantasma.
Dos días es el tiempo
que comúnmente media entre la muerte de un cuerpo y su entierro. Es el tiempo
del velorio. También de los primeros signos de descomposición. ¿Quién
de nosotros podría asegurar que no palidecería a la vista de un cadáver lleno
de gusanos?, nos pregunta Bataille. Los mismos fierros ferroviarios que
aplastaron el cuerpo fueron los que se encargaron de ocultarlo. De mantenerlo
oculto de las caras pálidas. Y de pudrirla. ¿Quién habrá ocultado el olor? ¿Y
el dolor? Resultado del ocultamiento: la inminencia frente a las narices
de investigadores, pasajeros, cámaras y deudos ya no sólo de un tendal de
gusanos, sino de un fantasma. Y si al mal olor lo quitan los perfumes, si a los
cadáveres los retiran los bomberos, al fantasma no hay quien lo vaya.
La muerte es un viaje
de ida. ¿Pero qué hay allí cuando el viaje se detiene a mitad de camino? Hay un
umbral, como aquel que media entre la ciudad capital y el conurbano bonaerense,
entre el lugar de trabajo y el de vivienda. Hay un no-lugar, como una estación
de trenes en que sucede de todo menos la posibilidad de una identificación –de
un cuerpo. Hay una estancia liminar, como destierro al cual son arrojados los
cuerpos marginados. Hay un entre dos y, lo que sucede entre dos –según
dice Derrida-, entre todos los “dos” que se quiera, como entre vida y
muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de un
fantasma.
Las cortinas azules
de la PFA se
corren para efectuar el retiro del cadáver. Como antes los fierros
ferroviarios, las cortinas se disponen a mantener el cuerpo oculto de las caras
pálidas y de las cámaras morbosas –al menos hasta que aparezca el mejor postor
de la Crónica
mortuoria. ¿Pero a quién resguardan las cortinas: al muerto, a las caras, a las
cámaras o al fantasma? Que la muerte no se vea. Que se vaya el cadáver. Y lo
sacan con las patitas para adelante por la puerta trasera de la estación,
aquella que linda con el santuario por los muertos de Cromagnon. Allí donde
alguna vez la arteria fue taponada y –paradoja del destino-, en estos días de
inclemencia, by pass mediante, se volverá a abrir. ¿Taponarán estos nuevos
muertos su propia arteria? ¿Tendrán estos nuevos muertos su propio santuario?
Para que haya santuario, es preciso que antes haya luto. Y aún hay muertos que
no lo tienen.
Si no hay cadáveres,
hay fantasmas. Si no hay luto, hay anomia. Mientras el duelo postergado tendrá
lugar en otro lugar, la indignación popular se agita ante las cámaras para que
se haga visible la aberración de aquellos para los que el muerto pasó
desapercibido. ¿Cómo puede que no lo hayan visto? ¿Cómo puede que no lo hayan
olido? Y, aprovechando la inminencia del fantasma, otro fantasma copa la
estación. ¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo! Si un fantasma es un
exceso, dos es una exuberancia. Alcen las barreras para que pase la farolera.
Que se reanude el servicio. Que se desplieguen los efectivos. Que se vayan
todos los fantasmas.