Commonwealth. El proyecto de una revolución del común
de Antonio Negri y Michael Hardt
Prefacio a la edición española
Los acontecimientos políticos en el mundo de
habla hispana, tanto en América del Sur
como en la península ibérica se
cuentan entre los más inspiradores e innovadores de la última década. A través de revueltas,
insurrecciones,
del derrocamiento
de gobiernos neoliberales,
la
elección de gobiernos
reformistas progresistas, las protestas contra las políticas de esos gobiernos supuestamente progresistas y
otras acciones,
se ha expresado un espíritu
indignado y rebelde
a través de innumerables experimentos sociales y políticos. Una serie de fechas y
lugares sirve
de cifra de luchas continuas y prolongadas, desde el 1
de enero de 1994 en Chiapas,
el 8 de abril de 2000
en Cochabamba, los 19 y 20 de diciembre de 2001 en Buenos Aires y, más recientemente, el 15 de mayo
de 2011 en la madrileña Puerta del Sol.
Hemos seguido
estas historias,
aprendiendo de ellas y
utilizándolas como guía durante
la
escritura de
este libro
y después de su publicación.
Uno de los argumentos de
este libro, que
encuentra una fuerte resonancia con estas luchas,
identifica
como fuente central del antagonismo la insuficiencia de las constituciones republicanas modernas,
en particular
de sus regímenes de trabajo, propiedad y
representación. En
primer lugar,
en estas constituciones el trabajo es clave
para tener acceso a la renta y
a los derechos básicos de
ciudadanía, una
relación que durante mucho tiempo ha funcionado mal para
quienes estaban fuera
del mercado
de trabajo normal, incluidos los pobres, los desempleados,
las
mujeres trabajadoras sin sueldo, los inmigrantes y otros,
pero hoy la posición
de todas las formas de trabajo es cada
vez
más
precaria e insegura.
Desde
luego, el trabajo
continúa
siendo la
fuente de la riqueza
en la sociedad capitalista, pero cada vez más fuera de
la relación con el capital y
a menudo fuera de la relación salarial estable. Como resultado
de ello,
nuestra constitución social continúa requiriendo el trabajo asalariado para
tener plenos derechos y acceso
a una sociedad en
la que ese tipo
de trabajo está
cada vez
menos disponible.
La propiedad privada es un
segundo pilar fundamental de
las
constituciones republicanas,
y hoy
poderosos movimientos sociales impugnan no solo los regímenes
nacionales y globales de gobernanza neoliberal, sino también, en un
plano más general, el imperio de la propiedad. La propiedad
no solo mantiene las divisiones y jerarquías sociales, sino que
genera también algunos de
los
vínculos más poderosos (y
que a menudo son conexiones perversas) que
compartimos con los demás en
nuestras sociedades. Y sin embargo, la
producción social y
económica contemporánea
tiene
un carácter cada vez
más
común, que desafía y excede los límites de la propiedad. La capacidad del capital de generar ganancia está disminuyendo, de
resultas de
la
pérdida de su
capacidad empresarial y
del poder de administrar disciplina y cooperación sociales.
Por el contrario, el
capital acumula cada vez más riqueza principalmente por
medio de formas de renta, casi siempre organizadas mediante instrumentos financieros,
a través de los cuales captura valor
que es producido socialmente y con independencia
de su poder. Pero toda instancia de acumulación
privada reduce la potencia y
la productividad del común. De
esta
suerte, la propiedad privada se
está convirtiendo no solo en
un parásito, sino
también en
un obstáculo para la
producción y el bienestar sociales.
Por último,
un tercer pilar de las constituciones republicanas, y objeto
de un creciente antagonismo, se
apoya
en los sistemas de
representación y
en sus falsas atribuciones de institución de
una gobernanza democrática. Poner fin al poder de
los representantes políticos profesionales es uno de los pocos lemas de
la
tradición socialista que
podemos afirmar sin
reservas en nuestra
condición contemporánea.
Los
políticos profesionales, junto con los jefes de
las
corporaciones y la elite
de los
medios de
comunicación,
no ejercen más que
la modalidad más débil de
la
función representativa. El problema
no es tanto que los políticos estén corruptos (aunque en muchos casos esto
también
es cierto), sino
que la estructura
constitucional republicana aisla los mecanismos de
toma de decisión
democrática de
las
potencias y
los
deseos de la multitud. Todo
proceso real de democratización en nuestras sociedades
tiene que atacar la falta de
representación y
las
falsas pretensiones de
representación que están en el centro de la constitución.
Sin embargo, reconocer la racionalidad
y la necesidad de
la
revuelta con arreglo a estos tres ejes y
a muchos otros que animan hoy muchas luchas no es,
a decir verdad, más que el primer paso,
el punto de partida.
El
calor de la indignación y la espontaneidad de
la revuelta tienen que
organizarse
para perdurar en el tiempo
y construir nuevas formas de
vida,
formaciones sociales alternativas. Los
secretos de
este próximo paso
son tan raros como excelsos.
En el terreno
económico, tenemos que
descubrir nuevas tecnologías sociales para producir
libremente en común y distribuir equitativamente la
riqueza
compartida. ¿Cómo pueden
nuestras energías y
deseos productivos engranarse y crecer en una economía que
no esté basada en la propiedad
privada? ¿Cómo se
puede proporcionar a
todos el bienestar social y los recursos sociales básicos en una
estructura social que
no esté regulada y dominada por
la propiedad estatal? Tenemos que
construir las relaciones de producción e intercambio, así como las estructuras de
bienestar social que
se compongan de y sean adecuadas al común.
Los desafíos en el terreno político
son igualmente espinosos. Algunos de
los
acontecimientos y revueltas más inspiradores
e innovadores de
la
última década han radicalizado el pensamiento y la
práctica democráticos organizando un espacio, como una plaza pública ocupada
o una zona urbana, con estructuras o
asambleas abiertas y participativas,
manteniendo estas nuevas formas
democráticas durante semanas o
meses. De
hecho, la organización interna de los propios movimientos se ha visto constantemente sometida a procesos de democratización, que
se esfuerzan en crear estructuras de
red horizontales y participativas.
De esta suerte,
las
revueltas contra el
sistema político dominante, sus políticos profesionales y sus estructuras ilegítimas de representación
no aspiran a
restaurar un
supuesto sistema representativo
legítimo del pasado, sino a experimentar con nuevas formas de
expresión
democrática: democracia real ya*. ¿Cómo podemos transformar la indignación y
la rebelión en un proceso
constituyente duradero? ¿Cómo pueden convertirse
en poder constituyente
los
experimentos de democracia,
no solo democratizando una
plaza
pública o un barrio,
sino
inventando una sociedad alternativa que
sea verdaderamente democrática?
Éstas son
algunas de las preguntas que investigamos y que
intentamos responder en
este libro.
Y nos
sentimos alentados sabiendo que
no somos los únicos que
nos planteamos estas preguntas. De
hecho, esperamos que
este libro caiga en las manos de quienes están descontentos con la vida
que les ofrece nuestra sociedad
capitalista
contemporánea, indignados
ante sus muchas injusticias,
rebeldes contra sus poderes de mando y explotación y
ansiosos de una
forma de vida democrática alternativa basada en la riqueza común que
compartimos. No albergamos la ilusión de
ser capaces de proporcionarles todas las respuestas.
En cambio, confiamos en que
los
lectores españoles,
planteando estas preguntas y
luchando
por sus deseos, inventarán
nuevas soluciones que ni siquiera somos capaces de
imaginar.
Agosto de 2011, Michael Hardt
y Antonio Negri
Prefacio: El devenir príncipe de la multitud
«Los pueblos no
disfrutan nunca de más libertad que
aquella que su
audacia consigue arrebatar al miedo»
Stendhal, Vie
de Napoléon
«El poder
a los pacíficos»
Michael Franti,
«Bomb the World»
La guerra, el sufrimiento, la
miseria y
la
explotación caracterizan cada
vez más nuestro mundo
en proceso de globalización.
Hay
tantas razones
para buscar refugio en
un mundo «afuera», en algún
lugar
separado de la disciplina y
el control del Imperio a cuyo
surgimiento
asistimos, o incluso
principios transcendentes o transcendentales que
puedan guiar nuestras vidas y
fundamentar nuestra acción
política. Sin
embargo,
uno de los principales efectos de la
globalización es la
creación de un mundo común,
un mundo que, para bien o para mal, todos compartimos,
un mundo que no tiene «afuera». Con los nihilistas,
hemos de reconocer que, por más brillante y mordazmente que
lo critiquemos,
estamos destinados
a vivir en este mundo, no solo sujetos a sus poderes de dominación,
sino
también contaminados por sus corrupciones.
¡Abandonen todos los sueños de pureza política y de «valores superiores» que
nos permitirían permanecer fuera!
Sin embargo,
ese reconocimiento nihilista no debería ser
más
que una herramienta, un
intervalo de transición
hacia la
construcción de un proyecto
alternativo.
En este libro
articulamos un proyecto ético, una ética de
acción
política
democrática dentro y contra el Imperio. Investigamos cuáles han sido los movimientos y las
prácticas de
la multitud
y qué pueden devenir
al objeto de descubrir las relaciones sociales y las
formas institucionales de
una democracia global posible. «Devenir príncipe»
es el proceso de la
multitud que aprende el arte
del autogobierno e inventa formas duraderas
de organización
social democrática.
Una
democracia de la
multitud es imaginable y
posible solo porque
todos compartimos y participamos en
el común. Por «el común» entendemos,
en primer lugar, la
riqueza
común
del mundo material –el aire,
el agua, los frutos de la
tierra y
toda la munificencia de la naturaleza– que
en los textos políticos clásicos europeos suele ser
reivindicada
como herencia
de la
humanidad en su
conjunto que ha de ser compartida.
Pensamos que el común son
también y
con mayor motivo los
resultados de la
producción social que
son necesarios para la interacción social y la
producción ulterior,
tales como saberes,
lenguajes, códigos,
información, afectos,
etc.
Esta
idea
del común no coloca a la humanidad
como algo separado de la naturaleza, como su
explotador o su
custodio, sino que
se centra en las prácticas de
interacción,
cuidado
y cohabitación en un mundo
común que promueven
las
formas beneficiosas del común
y limitan
las
perjudiciales.
En
la era de la globalización, las cuestiones del mantenimiento,
producción y distribución
del común en ambos sentidos, así como en los marcos ecológicos y socioeconómicos, se
tornan
cada vez más centrales.
Sin embargo, con las anteojeras de las ideologías dominantes de hoy en día
resulta difícil ver el común, aunque esté a nuestro alrededor. En las últimas
décadas, las políticas gubernamentales neoliberales en
todo el mundo han tratado
de privatizar el común, convirtiendo los productos culturales –por ejemplo,
la
información, las ideas e
incluso
especies de animales y plantas– en propiedad
privada. Sostenemos,
uniendo nuestras voces a
las
de muchos otros, que
se debe resistir a
tales privatizaciones. Sin
embargo,
la
opinión corriente asume que la única
alternativa
a lo
privado es lo público, es
decir, aquello que
es gestionado
y regulado por Estados y otras autoridades gubernamentales,
como si el común fuera
algo irrelevante o extinto.
No deja de ser cierto,
desde luego, que mediante un
largo proceso de
cercamientos la superficie de la tierra se
ha visto casi completamente
dividida entre propiedad pública y propiedad privada, de tal suerte que
los regímenes comunales de
la
tierra, tales como
los
de las civilizaciones indígenas del continente
americano o los de Europa
medieval se han visto
destruidos. Y, sin embargo, buena parte de nuestro
mundo es común, está
abierto al acceso de todos y
es desarrollado mediante
la
participación activa.
El
lenguaje, por ejemplo, al
igual que los afectos y
los
gestos,
es en su mayor parte común, y de hecho
si
el lenguaje
fuera hecho privado
o público –es decir, si porciones considerables de nuestras
palabras, frases o partes del discurso
se vieran
sujetas a
la
propiedad privada o a la autoridad
pública–, entonces el lenguaje perdería
sus
poderes de expresión, creatividad
y comunicación. Con este ejemplo no se
pretende tranquilizar a los lectores, como si se
diera a entender que
las
crisis creadas por los controles privados y
públicos no son
tan malas como parecen, sino más bien ayudar
a los lectores a recapacitar su
visión, reconociendo el común que
existe y lo
que
éste puede hacer. Éste
es el primer paso en un proyecto
encaminado a recobrar y expandir el común
y sus potencias.
La alternativa
aparentemente exclusiva
entre lo privado y
lo público corresponde
a una alternativa política igualmente perniciosa
entre capitalismo
y socialismo. Se
suele
asumir que
la
única cura para los males de la
sociedad capitalista
es la regulación pública y
la gestión
económica keynesiana y/o socialista; y
a su vez se supone que
las
enfermedades
socialistas solo pueden
tratarse con la
propiedad privada y el control capitalista. Sin
embargo,
el capitalismo y el
socialismo, aunque
en ocasiones se han visto mezclados y
en otras han dado lugar a enconados conflictos, son
ambos regímenes de propiedad que excluyen el común. El proyecto
político de institución del
común que desarrollamos en
este libro traza una diagonal
que se sustrae a estas falsas alternativas –ni privado
ni público, ni capitalista ni socialista– y abre un nuevo espacio
para la política.
De
hecho, paradójicamente las formas contemporáneas de la producción y
la acumulación capitalista,
a pesar de su ofensiva
constante encaminada a
la privatización de los recursos y de la
riqueza,
hacen posible e
incluso requieren expansiones del común. Por supuesto,
el capital no
es una forma pura
del común, sino una relación social que
depende, para su supervivencia
y su desarrollo,
de subjetividades productivas que
están dentro
de la
relación, pero son
antagonistas de ésta.
Mediante
los
procesos de globalización, el capital no
solo unifica toda
la
tierra bajo
su poder de mando, sino que
también
crea, envuelve
y explota toda la
vida social, ordenando la vida
con arreglo a las jerarquías de valor económico. Por ejemplo,
en las formas de producción
recientemente dominantes que
implican información, códigos, saberes,
imágenes y afectos, los productores
requieren cada vez
más
un alto grado de
libertad, así como un acceso abierto
al común, sobre
todo en sus formas sociales,
tales como
las
redes de comunicación,
los
bancos de información
y los circuitos culturales. La innovación en tecnologías de Internet, por ejemplo,
depende directamente
del acceso a recursos de código e
información
comunes, así como de
la
capacidad de conectar e
interactuar
con otros en
redes libres de restricciones. A su vez, y de
modo más general,
todas las formas de producción en
redes descentralizadas, impliquen éstas o no tecnologías informáticas, exigen
libertad y acceso
al común. Asimismo, el contenido de lo que
es producido –incluyendo
ideas imágenes y
afectos–
es fácilmente
reproducible y de tal suerte
tiende a ser
común, resistiéndose tenazmente a
todos los esfuerzos legales y
económicos para privatizarlo
o someterlo al control público. La transición ya ha comenzado: la producción capitalista contemporánea,
abordando sus propias necesidades,
abre la posibilidad de y crea las bases de un orden
social y
económico basado
en el común.
El núcleo primordial de la producción biopolítica, tal y como
podemos comprobar
remontándonos a un mayor grado
de abstracción, no es la
producción de objetos para sujetos, tal y como suele entenderse la producción de
mercancías, sino la
producción misma
de la subjetividad. Éste
es el terreno del que debe
partir nuestro proyecto ético y político. Ahora bien,
¿cómo puede instituirse
una producción ética en el terreno
móvil de la producción de
subjetividad, que
constantemente transforma
valores y
sujetos fijos?
Gilles Deleuze afirma en sus consideraciones sobre la
idea de dispositivo
[dispositif] de
Michel Foucault (los mecanismos o aparatos materiales, sociales afectivos y cognitivos de la producción de subjetividad): «Pertenecemos a
los dispositivos y actuamos en
su seno».
Sin embargo,
si
hemos de actuar en su
seno, el horizonte
ético
tiene
que redireccionarse
desde la identidad hacia devenir. Lo que
está
en juego
«no es lo que somos, sino más bien lo
que somos en
el proceso de devenir –es decir,
el Otro,
nuestro devenir
otro». Desde este
punto de vista privilegiado, uno
de los escenarios decisivos de
la
acción política hoy implica la lucha en torno
al control o la autonomía de la producción
de subjetividad. La multitud
se hace a sí misma
componiendo en el común las subjetividades
singulares que
resultan de
este proceso.
A menudo descubrimos que
nuestro vocabulario
político es insuficiente
para aferrar las nuevas condiciones y
posibilidades del mundo
contemporáneo.
En ocasiones inventamos nuevos términos para arrostrar ese
desafío, pero la mayoría
de las veces intentamos resucitar
y reanimar viejos conceptos políticos que han caído en desuso, porque
conllevan
historias poderosas y porque
trastocan las acepciones convencionales de nuestro mundo
presente
y lo presentan bajo
una luz
nueva.
Dos
de estos conceptos que
desempeñan papeles particularmente importantes en
este libro son pobreza
y amor. El pobre
era un concepto político extendido en
Europa, al menos desde la
Edad Media hasta el siglo XVII, pero aunque nos esforzaremos al máximo para
aprender de algunas de aquellas historias,
estamos más interesados en
aquello en lo que
se ha convertido el pobre
en nuestros días.
Pensar
en términos de
pobreza tiene, en primer lugar, el efecto saludable de poner
en tela de juicio las designaciones de
clase tradicionales y
obligarnos a investigar con nuevos ojos en qué
medida ha cambiado
la
composición de clase y
a dirigir la
mirada a la amplia gama de actividades productivas de
las
personas dentro y fuera de las relaciones salariales.
En
segundo lugar, desde
este punto de vista el pobre
se define, no por la
carencia, sino por la posibilidad. Con
frecuencia, los pobres,
migrantes y
trabajadores «precarios»
(es decir, aquellos que
carecen de empleo estable) suelen
ser concebidos como excluidos,
pero la verdad es que, aunque subordinados, están
completamente
dentro de los ritmos globales de la producción biopolítica. Las estadísticas
económicas pueden comprender la condición
de pobreza en términos negativos,
pero no las formas de vida, los lenguajes, los movimientos o
las
capacidades de innovación que
generan. Nuestra tarea
consistirá
en descubrir modos de traducir a
potencia la productividad y
la posibilidad de los pobres.
Walter
Benjamin, con su elegancia e inteligencia características, comprende el concepto
cambiante de pobreza ya
en la década de 1930.
Él
sitúa el cambio, en
clave
nihilista, en
la experiencia de aquellos que
han sido testigos de
la
destrucción,
y en particular de
la
destrucción
causada por la Primera guerra mundial,
que nos arroja
a una condición común.
Benjamin ve, surgiendo
de las
ruinas del pasado, el potencial de una forma nueva
y positiva
de barbarie. «Pues, ¿qué supone
la pobreza de experiencia para
el bárbaro?
Le obliga a comenzar desde el principio, a empezar de nuevo, a arreglárselas con poco,
a construir con poco y a avanzar con la vista al frente». La productividad «bárbara» del pobre se
propone hacer un mundo común.
El amor proporciona otro
camino
de investigación de la potencia y la productividad del común. El
amor es un medio de escape de la
soledad del individualismo, pero no, tal y como nos dice la ideología contemporánea, solo para verse
aislado de
nuevo
en la vida privada de
la pareja o de la familia.
Para llegar a un concepto político del amor que
reconozca a éste como algo centrado
en la producción del
común y en la
producción de la vida social, tenemos que
romper
con la mayor
parte
de los significados contemporáneos del término y
recuperando y reelaborando algunas nociones más antiguas. Sócrates, por ejemplo,
dice
en el Banquete que,
según Diotima, aquella que
«le enseñó las cosas del amor», el amor nace de la
pobreza y de la invención. A medida que intenta
elaborar lo que ella le
enseñó, afirma que el amor
tiende naturalmente hacia el terreno ideal para
obtener la belleza y la riqueza, realizando así
el deseo. Sin embargo,
las
feministas francesas e
italianas sostienen que
Platón malinterpreta completamente a
Diotima.
Ella no nos
guía hacia la
«sublimación» de la pobreza y del deseo en la «plenitud» de la
belleza y la riqueza, sino
hacia la potencia del devenir definida por
las
diferencias. La idea de amor de Diotima nos da una nueva definición de riqueza que
extiende nuestra
idea del común
y apunta a un proceso de liberación.
Toda vez que
la
pobreza y el amor podrían aparecer demasiado débiles para derrocar a
los
poderes dominantes actuales y
desarrollar
un proyecto del común, tendremos que hacer
hincapié en el elemento
de la fuerza que les anima. Ésta es en
parte
una fuerza intelectual. Immanuel Kant, por ejemplo, concibe la Ilustración como
una fuerza que puede desterrar
las
«visiones fanáticas»
que provocan la muerte de
la filosofía y, además,
puede imponerse a toda policía del pensamiento. Jacques Derrida,
siguiendo a
este Kant «ilustrado»,
recupera para la razón la fuerza de
la
duda y reconoce la pasión revolucionaria de
la razón como algo que
surge de los márgenes de la
historia6. También creemos que esa
fuerza intelectual es necesaria
para superar el dogmatismo y el nihilismo, pero insistimos en
la necesidad de
complementarla con la
fuerza física y la acción política. El amor
precisa fuerza para vencer
a los poderes dominantes y desmantelar sus instituciones corruptas para poder crear un nuevo
mundo de riqueza común.
El proyecto ético que
desarrollamos en este
libro emprende el camino de la construcción política de la multitud dentro del
Imperio. La multitud es
un conjunto de singularidades que pobreza y amor
componen en la reproducción
del
común, pero esto
no es suficiente para
describir
la dinámica y
los dispositivos del devenir príncipe de
la
multitud. No
nos
sacaremos de la chistera nuevos
transcendentales o
nuevas definiciones de la voluntad
de poder al objeto
de imponerlas sobre
la multitud. El devenir
príncipe de la multitud es un
proyecto
que descansa íntegramente en la
inmanencia
de la
toma
de decisiones dentro de la multitud. Tendremos que
descubrir el tránsito
de la revuelta a la
institución
revolucionaria
que la multitud puede
poner en marcha.
Con el título de este
libro, Commonwealth.
El
proyecto de una revolución
del común, queremos
indicar
una vuelta a algunos de
los
temas de los tratados clásicos del gobierno, explorando la
estructura institucional y
la
constitución política de la sociedad.
También queremos hacer hincapié,
una vez que hemos reconocido la relación entre los dos términos que
componen este concepto,
la necesidad de
instituir
y gestionar un mundo de riqueza
común, concentrándonos
en y expandiendo nuestras capacidades de
producción colectiva y autogobierno. La
primera mitad
del libro es una
exploración filosófica e histórica que
se centra sucesivamente
en la república, la
modernidad y el capital como los tres marcos que
obstruyen
y corrompen el desarrollo del común. Sin
embargo,
en cada uno de estos terrenos descubrimos también alternativas que
emergen
en la multitud de
los pobres y en los circuitos de
la
altermodernidad.
La
segunda parte del libro es
un análisis político
y económico del terreno contemporáneo
del común. Exploramos las estructuras globales de
gobernanza del Imperio y los aparatos del poder de mando
capitalista para evaluar el estado
y el potencial actuales de la multitud. Nuestro análisis termina con una reflexión
sobre
las
posibilidades contemporáneas de la revolución y sobre
los
procesos institucionales que ésta requeriría. Al final de cada
parte del libro
hay
una sección que recoge desde una
perspectiva diferente y más filosófica
una cuestión central suscitada en el cuerpo del texto. (La
función de estas secciones es similar a la de los
escolios en
la
Ética de Spinoza). Las secciones,
junto
con el Intermezzo, pueden
leerse también consecutivamente como una
investigación continua.
JeanLuc Nancy,
partiendo de premisas análogas a
las
nuestras, se
pregunta si «cabe
sugerir una
lectura o
una reescritura
“spinoziana” de Ser
y tiempo [de Heidegger]». Esperamos que
nuestra
obra apunte en esa dirección, dando la
vuelta a la fenomenología
del nihilismo
y estableciendo los
procesos de productividad y creatividad
de la
multitud que pueden revolucionar
nuestro mundo e instituir una
riqueza
común compartida.
No solo queremos definir un
acontecimiento, sino también aferrar la chispa
que incendie la
pradera.