Una bifurcación en la escena política


La escena política ha sufrido una bifurcación. En un ramal las distintas fuerzas se alistan para octubre. En el otro, parte de la prensa comercial (Clarín, La Nación y Perfil) fogonea el affaire Schoklender con doble propósito: debilitar la valoración colectiva de los organismos de Derechos Humanos en el imaginario popular; golpear al gobierno como responsable en última instancia del comportamiento de Sergio Schoklender.

En rigor de verdad, un subtexto asordinado colorea los argumentos: ¿Qué se puede esperar de un organismo que entrega la administración de su proyecto a un doble parricida? El viejo latiguillo dictatorial (“las locas de la Plaza de Mayo”) recobra inusitada virulencia, y mediante su sibilina eficacia esperan esmerilar la imagen positiva de los organismos y de la presidenta.


Vamos por lo obvio: una cosa es que una dirigente –como parte de su vida privada– tenga la sensibilidad de dar la mano a quien – en una situación particularmente compleja– la necesite (rechazar tajantemente esa posibilidad pinta de cuerpo entero a quien lo haga), sin embargo, nombrarlo para una tarea central, sin adecuada fiscalización, no parece razonable. Y si nadie dijo lo que casi todos pensaron (¿Por qué Schoklender?), el asunto no deja de resultar preocupante. Ahora bien, deducir de ahí la complicidad colectiva, permite entender la naturaleza del acusador: un infame que se propone infamar.

Nadie debe llamarse a engaño, la influencia de este ejercicio a lo Joseph Goebbels (“miente, miente que algo queda”) funciona en los segmentos más despolitizados, y en todos aquellos que previamente están dispuestos a creer, pese a las persistentes desmentidas de Taty Almeida y Estela Carlotto, que la corrupción más abyecta atraviesa la institución comandada por Hebe de Bonafini. Las redes sociales –con su reconocida eficacia– han sobredemostrado tan siniestro comportamiento editorial; comportamiento que incluye desde el trucado de fotos (Perfil) hasta la invención lisa y llana de declaraciones (Clarín y La Nación).

Esa política editorial alcanzó una cumbre peligrosa, ya que a casi nadie se le escapa que el prestigio de los militantes de Derechos Humanos, en tanto portadores de los nuevos valores compartidos por la sociedad argentina, esmerila la confianza en el “mensaje histórico” de esos medios, al igual que sus intereses comerciales.

Negro sobre blanco: Papel Prensa, botín de guerra arrancado a la viuda de David Graiver, con los instrumentos de la ESMA. No se trata sólo de que la sociedad termine de asimilar cuáles fueron los “métodos empresariales” de Clarín y La Nación, sino de defender el instrumento que les permite hoy conservar su posición en el negocio informativo. Dicho brutalmente: impedir un precedente decisivo, democráticamente decisivo, que una propiedad arrancada a sus legítimos propietarios, le sea devuelta. Y revertir, por esa vía, la política de saqueo de las víctimas de la dictadura burguesa terrorista, y sus consecuencias actuales. Ya no se trata de los delitos imprescriptibles del cabo primero Pérez, sino de los delitos imprescriptibles de Héctor Magnetto y Ernestina de Noble. Es decir, de los que hicieron y deshicieron desde 1975. Esa es la batalla de fondo.

EL FRENTE INTERNO. En 1983, el prestigio de Madres de Plaza de Mayo alcanzó una cumbre. ¿A que se debió?

El ’78 permitió dos escenas simultáneas. En la primera: la compacta mayoría festeja la “victoria nacional”, la derrota de la “conspiración antiargentina montada en el exterior para desprestigiar al gobierno militar”. Eran los “gloriosos días del Mundial de Fútbol”. En la segunda: una triste hilera de familiares de desaparecidos espera que una comisión de la Organización de Estados Americanos (OEA), tras una durísima batalla diplomática librada contra la dictadura burguesa terrorista,  reciba su declaración. Mientras esto sucede, los insultan y escupen “argentinos derechos y humanos”. Un dato: no fueron especialmente instigados por nadie. Es que el respaldo al gobierno militar seguía siendo mayoritario, como en el ’76. Todos los partidos del arco parlamentario seguían siendo solidarios con la “lucha antisubversiva”, al igual que Clarín y La Nación. Madres sostenía, en cambio, en heroica soledad, algo que el estado de excepción no admite: los vencidos tienen derechos y los vencedores militares obligaciones que cumplir. Nadie está por encima de la ley.

El planteo resultaba inaudible.

El arribo de Raúl Alfonsín al gobierno no supuso el triunfo de la democracia. Esa “democracia” se redujo a evitar el temido golpe de Estado, a impedir otro desembarco de las FF AA. Por tanto, Madres eran “ultraizquierdistas” que ponían en peligro la “democracia” con sus exigencias “imposibles”. Y el juicio a las Juntas del ’85 (la sentencia del tribunal que debe ser releída hoy, para no repetir trivialidades) restablecía la teoría de los dos demonios con todo el prestigio de la ley. La sociedad argentina no era responsable de nada, la locura mesiánica de ambos terrorismos debía hacerse cargo de todo. Por eso, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, para seguir viviendo sin más crisis militares.

Por cierto, el programa genuinamente democrático, su condición de posibilidad, dependía de la eficacia del discurso de Madres, porque era el único que reconocía que las víctimas del terrorismo estatal tenían derechos inalienables, y que ninguna democracia podía construirse sin “Verdad y Justicia”.

El menemismo intentó sepultar el problema con una larga serie de indultos inconstitucionales e indemnizaciones legales. Fracasó. Fernando de la Rúa tensó el límite, ya que reconoció “la patriótica labor de las FF AA”. Pero 2001 sepultó definitivamente todo. En cierto sentido era la consecuencia directa de la legalización del delito impune, de la política de saqueo sistemático organizado desde el botín de guerra. Entonces, el prestigio de los organismos de Derechos Humanos alcanzó su clímax, fueron los únicos a los que nadie pidió “que se fueran”, mientras todos los demás no podían salir a la calle.

El prestigio de Madres y Abuelas en la sociedad argentina es más que merecido, pero también resultó la contracara de la culpa por complicidad, tanto de la complicidad sistémica, como de la personal.

A partir de la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, la relación entre las palabras y las cosas, entre los delitos y las penas, quedó restablecida. Por primera vez en décadas, la posibilidad de recuperar la política como instrumento de transformación, se volvió real. Esa victoria popular aportó un nuevo prestigio a los organismos; habilitó, habilita nuevas tareas.  En ellas el error resulta consustancial a la acción, actuar impone riesgos, supone resolver problemas, y requiere asumir responsabilidades. El error no fue construir casas, sino sumar a Sergio Schocklender. Pero reducir toda la acción de los distintos organismos a este episodio tenebroso contiene la puñalada trapera. Esa es la inequívoca intención de la campaña. Sin embargo, no hacerse cargo de los  múltiples significados de este doloroso error bloquea la posibilidad de seguir elaborando el trauma colectivo. De reubicarlo definitivamente en nuestro pasado doliente. Debemos aprovechar esta compleja situación para distinguir admiración, gratitud y prestigio, de veneración acrítica. En esa dirección marchamos.

Alejandro Horowicz